- ALONSO CASTILLO, "La Garduña de Sevilla (libro II)", texto presentado y editado por José Rodríguez, «Azogue», nº 3, Enero - Junio 2000, URL: http://www.revistaazogue.com

 

A. Castillo Solórzano

LA GARDUÑA DE SEVILLA

 

PRESENTACIÓN:

 

Alonso Castillo Solórzano (Tordesillas 1584 - Zaragoza 1648) es el autor de «La Garduña de Sevilla y Anzuelo de las Bolsas» (1642), perfecto ejemplo de la novela picaresca del siglo XVII en el que, además, se incluye un extenso capítulo dedicado a la alquimia. En él se reflejan todos tópicos ligados al arte transmutatorio en la literatura española en el Siglo de Oro.

  1. Se incide fuertemente en mostrar a la alquimia como crisopeya o argiopeya (1). La imagen ordinaria que a nivel popular se tiene del alquimista es ante todo la del fabricante de metales preciosos encerrado en una estancia cuajada de retortas, crisoles, matraces, alambiques, un laboratorio de presencia tan caótica como tenebrosa (2) . Se deja totalmente de lado la faceta médica o terapéutica, por poner un ejemplo. Por supuesto no se sugiere en ningún momento la calidad de "Filosofía" que los propios alquimistas tanto reclaman en sus textos. De la descripción que se nos proporciona podemos definir el concepto de alquimia que el autor quiso expresar como una técnica manual fraudulenta (3) centrada en la producción de oro y plata envuelta en un oscuro secretismo. No obstante sí es interesante destacar que en el caso del texto de Alonso Castillo Solórzano se señale claramente la relación entre la biblioteca alquímica y el oratorio personal de Octavio (4) , lo que pone de manifiesto de manera implícita un vínculo entre el estudio de los textos y la oración en busca de una inspiración divina: "Después que hubieron visto casi todos los aposentos, abrieron uno que era un curioso camarín correspondiente con un oratorio; aquí había muchas láminas de Roma curiosísimas y de precio, agnusdéis de plata, de madera y de flores de diferentes maneras; el camarín estaba lleno de libros en dorados escaparates puestos; Garay, que era hombre curioso y leído, aplicóse a ver los libros y comenzó a leer sus títulos; en un retirado escaparate había otros encuadernados con alguna curiosidad; estaban éstos sin títulos; abrió uno Garay y vio ser su autor Arnaldo de Villanova, y junto a él estaban Paracelso, Rosino, Alquindo y Raimundo Lulio". Aún así en ningún momento se puede colegir el concepto de alquimia como disciplina exclusivamente contemplativa o especulativa (5) que ya empezaba a hacerse notar con fuerza en ciertos ambientes europeos.
  2. Los postulados teóricos, encorsetados en el método alegórico y metafórico, son generalmente tomados por fantasía, satirizados cuando no ridiculizados, como si de especulativa falaz se tratase (6) . El confuso lenguaje simbólico tocante a la transmutación de las substancias es justificado por Garay como fruto de mentes perturbadas, no de sabiduría alguna: " La virtud transmutativa - dice - llamaron ¡ved qué delirio! polvo, piedra, cuerno, ungüento, elixir, y otros distintos nombres, para que la escuela que inquiere transmutativos dando, en temas de locura". Además, Castillo Solórzano propone como materia clave de las operaciones una "...orina de muchacho bermejo..." ("excremento" lo llama unas líneas más arriba) que debía resultar un nombre de lo más grotesco para los lectores habituales de esta «Garduña de Sevilla», texto destinado a profanos del arte hermético.
  3. La alquimia se revela como escarmiento para ambiciosos (7) . Es la moraleja clásica de este tipo de narraciones. Parece tener sus orígenes en la literatura española del siglo XIV, ya expuesta en obras como "El Conde Lucanor" y "El Libro del Caballero Zifar". Se da a entender de esta manera que el objetivo final de los alquimistas no es otro sino el lucro personal y el afán desmedido por fabricarse riquezas, oro o plata, por medio de procedimientos artificiales. En este sentido va el pícaro Garay en la burlona nota final dedicada Octavio y que inicia de esta guisa: "Alquimistas mentecatos, más codiciosos que ricos, que en multiplicar hacienda ponéis todos los sentidos, la piedra filosofal que tanto habéis pretendido para convertir en oro todo metal menos fino, enseña el doctor Garay en el orbe protoquímico, que vive ya escarmentado si pecó de motolito".
  4. Debemos resaltar también el hecho de que se relacione la afición a la práctica alquímica con un italiano, genovés en este caso. En principio debemos recordar que Alonso Castillo Solórzano viajó a Italia acompañando a su protector el Marqués de Vélez, virrey de Nápoles, concretamente estuvo en Sicilia y Roma. Posteriormente, en 1635, pasó a Aragón con el hijo y sucesor del precedente virrey, y lo acompañó a Roma en 1642 al ser éste nombrado embajador en dicha ciudad. Precisamente ese mismo año publica "La Garduña de Sevilla". No obstante, encontramos también el tema de la afición a la alquimia entre las gentes de Italia en otros textos españoles del mismo periodo como "El Pasajero" de Cristóbal Suárez de Figueroa (8) o la "Vida del Escudero Marcos de Obregón" de Vicente Espinel (9). No son en absoluto alusiones casuales, pues reflejan el papel de intermediarios que estaban teniendo los italianos en la llegada de las ideas alquímicas y espagíricas al Reino de España durante los siglos XVI y XVII. Ya el virrey español en Nápoles don Pedro de Toledo se acerca a la alquimia por medio de alquimistas italianos. No en vano el alquimista Benedetto Varchi le dedicó un tratado titulado "L'archemia è vera o no quistione" (10). Igualmente el monarca Felipe II, buscando un artífice exitoso en la transmutación metálica, mantuvo contactos con alquimistas de nacionalidad italiana: Tiberio della Roca en 1555 (11), Marco Antonio Bufale en 1569 (12). El boloñés Leonardo Fioravanti (1517-1588) es un caso especialmente significativo. Sabemos que el ya aludido don Pedro de Toledo le tenía en gran aprecio, llegando incluso a nombrarle protomédico de su hijo D. García en una época en la que el propio Fioravanti confiesa que su casa en Nápoles era un hervidero de alquimistas de todas las nacionalidades (13). Con grandes amigos entre los españoles de Nápoles y Sicilia viaja a España donde permanece entre 1576 y 1577, haciendo amistades en los círculos alquímicos de Madrid, Barcelona y Pamplona (14). Regaló a Felipe II un conjunto de sus obras impresas y le dedicó su tratado "Della Fisica…divisa in libri quattro…", publicado en Venecia en 1579 (15). En esa misma obra comenta diversos aspectos sobre la afición a la alquimia en las ciudades españolas que visitó y, como era de esperar, habla de otros alquimistas italianos que ejercían su magisterio, cita al cirujano y alquimista boloñés Angelo deSantini (16) y al "...cauallier italiano..." Lorenzo Granita (17) . Como se aprecia la presencia itálica era interesante y destacada, y son este tipo de personajes los que inspiran relatos como los de "La Garduña de Sevilla". Incluso en una época posterior, la del rey Carlos II gravemente enfermo en sus últimos años de vida, el único alquimista que se prestó a buscarle una cura para sus males fue un hombre afincado en Nápoles llamado Roque García de la Torre (18) . En el terreno de las prácticas espagíricas podemos citar a Guiovanni Vincenzo Forte, promotor del laboratorio de destilación en el monasterio de El Escorial (1586); el destilador real Antonio Canegieter (1588); el siciliano fray Buenaventura Angeleres, inspirador de una frustrada Academia Espagírica Madrileña (1693)... los ejemplos son numerosísimos. Es destacable que en el caso del Real Laboratorio de Química, fundado en 1694, se recurriese a gentes italianas para lograr ponerlo en marcha. El Napolitano Dionisio de Cardona fue su principal impulsor. Aprobado su proyecto por las autoridades competentes se llamó al boticario Vito Cataldo, también natural de Nápoles, quien trajo a sus ayudantes Giambattista Pizzi y Nicola Crescenzo (19) .

En otro orden de cosas, y ya tratando de profundizar en el grado de conocimiento de la alquimia por parte de Alonso Castillo, no parece que sea más que fruto de lecturas meramente superficiales. Se citan a Paracelso, Ramón Llull y Arnau de Vilanova, sólo sus nombres pero no sus obras (20) , son tres plumas de enorme popularidad en los siglos XVI y XVII por los múltiples textos de alquimia aplicada a la medicina que se les atribuyen, no obstante nada de terapéutica se llega ni tan siquiera a sugerir. Las únicas obras que se apuntan expresamente son Los secretos de Calido (Liber Secretorum Calidis filii Iazichi), "El libro de la Alegoría de Merlín" (Merlini allegoria de Arcano lapidis), De secreto lapidis (Ignotus Autor de Secretis lapidis) y el de Las tres palabras (Liber Trium Verborum Kallid) todas ellas incluidas en la colección "Auriferae artis" (21) . Seguramente esa sea su fuente principal (22).

 

José Rodríguez Guerrero

 

 

NOTAS:

 

1. - ALONSO CASTILLO SOLÓRZANO, "Garduña de Sevilla", Madrid, 1642, (libro II): "No pudiera Garay haber topado camino para engañar al astuto ginovés como aquél, porque era tanta su codicia, que andaba muerto por comenzar a hacer la piedra filosofal, pensando manar en oro y plata con ella...".

2. - ALONSO CASTILLO SOLÓRZANO, "Garduña de Sevilla", op.cit, (libro II): "Y vosotros, para usar de aquellas cosas solícitos andáis siempre entre crisoles, bacías, fuelles, hornillos, baños, morteros, cedazos, parrillas, copelas, vidrios, alambiques, cazos, ollas, fuego, cazuelas, librillos, tan tiznados y ahumados, tan quemados y curtidos, que parecen en los rostros a los sulfúreos ministros".

3. - ALONSO CASTILLO SOLÓRZANO, "Garduña de Sevilla", op.cit, (libro II): "...pues hasta hoy ninguno con certeza ha sabido dar en el punto desta incierta arte...".

4. - Hay diversos textos alquímicos contemporáneos de "La Garduña de Sevilla" que ratifican este vínculo. Una de las láminas que acompañan al "Speculum Sophicum Rhodostauroticum" de Theophile Schweighart (1604) retrata claramente un oratorio coronado con la divisa "CVM DEO". Conviene destacar igualmente una preciosa plancha del "Amphiteatrum Eternae Sapientiae" (1609) de Heinrich Khunrath (1560-1605) en la que se aprecia dentro del propio laboratorio alquímico una especie de capilla donde el alquimista yace arrodillado con sus brazos en forma de cruz. Ya un poco posterior es el "Mutus Liber" de Isaac Baulot (nacido en 1619, alias "Iacob Saulat", o "Altus"), editado en La Rochelle en 1677, que acuña en su decimocuarta plancha la célebre sentencia "Ora, lege, lege, lege, relege, labora et invenies".

5. - Desde principios del siglo XVII ciertos tratados alquímicos parecen insistir con fuerza en un alejamiento de la práctica de laboratorio en favor de una vía de interpretación de los textos alquímicos bien mística o filosófica.

6. - ALONSO CASTILLO SOLÓRZANO, "Garduña de Sevilla", op.cit, (libro II): "Lo que os manda ejecutar en los términos precisos ¿no veis que echa bernardinas, pues son sus vocablos mismos denso, raro, ánima, cuerno, volátil, ingenuo, fijo, formas materias, purezas, duro, blando, puro, mixto? Los humos de que se vale son calcantes, litargirios, magnetos, férreos y talcos, calaminas, salcatinos; a los cuerpos de las sales los llaman nombres de espíritus: halepingüedo, baurat, tucar, coáguio, vitro; al azogue, que es el norte en quien fundan sus principios, llaman Mercurio, Favonio, Equato, Eufrate, Unitivo; a la plata, luna, reina, incineración, lucinio, nigredo, calcinación, hipóstasis femenino".

7. - ALONSO CASTILLO SOLÓRZANO, "Garduña de Sevilla", op.cit, (libro II): "Que el escarmiento en los necios que siguieron tal camino no os libre de mentecatos es de lo que más me admiro, pues buscando incertidumbres apurados de juicio empeñadas las haciendas y de caudales falidos andáis más pobres que andan vagabundos peregrinos".

8. - CRISTÓBAL SUÁREZ DE FIGUEROA, "El Pasajero" (Alivio X), Madrid, 1617

9. - VICENTE ESPINEL, "Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón" (Relación tercera), Madrid, 1618

10. - Florencia, Biblioteca Nazionale MS. Magl. XVI 126. Fechado el 11 de noviembre de 1544. Editado en: ALFREDO PERIFANO, "Benedetto Varchi et l'alchimie. Une analyse de la Questione sull'alchimia", en «Chrysopoeia», t.1, 1987, pp. 181-208. Perifano advierte que se debe obrar con cautela a la hora de asociar el "Don Pedro di Toledo" citado en esta obra de Varchi con el virrey de Nápoles. No obstante, en un estudio posterior William Eamon lo confirma, mostrando la fascinación de el virrey por las ciencias ocultas y por la alquimia en particular. Consultar: - WILLIAM C. EAMON, (1996), "Science and the Secrets of Nature", Princeton University Prees, Princeton (New York), p. 159.

11. - EUGENIO ALBERI, (1853) "Le Relazioni degli ambasciatori Veneti al senado durante il Secolo Decimosesto raccolte ed illustrate da Eugenio Alberi", serie 1, t. 3 (Relazioni di Spagna), Florenzia, p. 367.

12. - EUGENIO ALBERI, (1853) "Le Relazioni degli ambasciatori Veneti al senado durante il Secolo Decimosesto raccolte ed illustrate da Eugenio Alberi", serie 1, t. 3 (Relazioni di Spagna), Florenzia, p. 369.

13. - LEONARDO FIORAVANTI, (1570), "Il Tesoro della vita humana…Diviso in libri quattro…", (cap. XXX), Melchior Sessa, Venecia.

14. - Él mismo nos proporciana datos autobiográficos en: LEONARDO FIORAVANTI, (1579), " Della Fisica…divisa in libri quattro…", (lib. IV, cap. XII y XIII), Venecia. Véase también: D. GIORDANO, (1919), "Leonardo Fioravanti Bolognese", Bolonia.

15. - No sabemos la labor exacta que cumplió Fioravanti en la corte del rey Felipe II, aunque de sus comentarios en "Della Física..." se deducen sus habituales contactos con alquimistas. También manifiesta una gran irritación hacia los médicos españoles fruto de sus ideas paracelsistas que no cayeron muy bien en terreno hispano. Un alquimista de Madrid llamado Juan Fernández, en un corto tratado inédito titulado "Filosophia Suprema" (ms de la colección privada de don Francisco Guerrero Ruíz) lo tilda de "...gran conocedor del magnífico Paracelso...", lo cual no debe llevar a engaños. El conocimiento del paracelsismo en Fioravanti era sumamente superficial e incluso distorsinado en muchas partes de su doctrina. Véase: P. GALLUZI, "Motivi Paracelsiani nella Toscana di Cosimo II e Don Antonio dei Medici: Alchimia, medicina, chimia e riforma del sapere", en: «Scienze, Credence Occulte, livelli di cultura», P. Zambelli (ed.), Florencia, 1982, pp. 31-62. También consultar: G- ZANIER, (1985), "La Medicina Paracelsiana in Italia: Aspetti di un'accoglienza particulare", en: «Rivista di Storia della Filosofia», nº 4, pp. 628-649.

16. - LEONARDO FIORAVANTI, (1579), " Della Fisica...", op. cit, (lib. IV, cap. II). "...magnifico señor Angelo de Santini, boloñés, cirujano y alquimista famoso en la corte del Rey Católico de España. Mi carísimo Angelo: Habiendo yo escrito el presente libro de alquimia...".

17. - LEONARDO FIORAVANTI, (1579), " Della Fisica..." op. cit, (lib. IV, cap. XIII). "... y fué que siendo io en la corte del Rey Católico Rei Feliipe de Ispagna, vn cauallier Italiano me ha mostro la orden con que se azer la piedra de los Filósofos [...] lo cual se llama el señor Lorenzo Granita, que esta en Madrid...".

18. - Véase: MAR REY BUENO. "Consideraciones sobre un Manuscrito Alquímico de la Real Botica". 1994. Inédito. Tesis de Licenciatura, Facultad de Farmacia, Universidad Complutense de Madrid. MAR REY BUENO; MARÍA ESTHER ALEGRE PÉREZ. "Roque García de la Torre, Alquimista al Servicio de Carlos II", en «Llull», 18 (35), 1995, pp. 545-567. MAR REY BUENO, (1998), "El Hechizado, Medicina, Alquimia y Superstición en la Corte de Carlos II", Corona Borealis, Madrid, pp. 39-48.

19. - PILAR GARCÍA DE YÉBENES; Mª LUISA DE ANDRÉS, "La Introducción de la práctica Química en la Real Botica Española", en «Asclepio», vol. L, 1998. PILAR GARCÍA DE YÉBENES, (1994), "La Real Botica Durante el Reinado de Felipe V", Tesis Doctoral inédita, D. F. y D. F., Facultad de Farmacia, U.C.M., folios 373-382. MAR REY BUENO, (1998), "El Hechizado, Medicina, Alquimia y Superstición en la Corte de Carlos II", Corona Borealis, Madrid. J. L. VALVERDE; C. SÁNCHEZ TELLEZ, (1977), "El Laboratorio Químico de la Real Botica (1693-1700)", en: «Ars pharmaceutica», 18, pp. 121-152.

20. - ALONSO CASTILLO SOLÓRZANO, "Garduña de Sevilla", op.cit, (libro II): "...abrió uno Garay y vio ser su autor Arnaldo de Villanova, y junto a él estaban Paracelso, Rosino, Alquindo y Raimundo Lulio...".

21. - "Auriferae artis, quam chemiam vocant, antiquissimi authores, sive Turba philosophorum", Petrum Pernam, Basilea, 1572.

22. - Al margen de Rosino y Alquindo, referidos en otras partes, el fragmento donde más autoridades se citan es el siguiente: "...conozco razonablemente al señor Avicena, Alberto Magno, Gilgilides, Xervo, Pitágoras, Los secretos de Calido, El libro de la Alegoría, de Merlín, De secreto lapidis y el de Las tres palabras, con otros muchos manuscritos e impresos". Todos se encuentran en el "Auriferae artis..." con sus respectivos nombres latinos. Damos el listado completos de obras recogidas en esa colección (edición de 1572):

Volumen I:
Propositiones, seu maximæ artis Chymicæ.
Turba Philosophorum.
Turbæ philosophorum alterum Exemplar.
Allegoriæ super librum Turbæ.
Aenigmata ex Visione Arislei.
Exercitationes in Turbam.
Aurora Consurgens.
Rosinus ad Euthiciam.
Rosinus ad Saratantam Episcopum.
Liber Definitionum eiusdem.
Mariæ Prophetissæ Practica.
Liber Secretorum Calidis filii Iazichi.
Liber Trium Verborum Kallid.
Aristoteles de lapide Philosophorum.
Avicenna de Conglutinatione lapidis.
Expositio Epistolæ Alexandri Regis.
Ignotus Autor de Secretis lapidis.
Merlini allegoria de Arcano lapidis.
Rachaidibi... de Materia lapidis.
Avicennæ Tractatulus de Alchimia.
Semita Semitæ.
Clangor Buccinæ.
Correctio fatuorum.
Incertus Autor de Arte Chymica.
Volumen II:
Liber de compositione Alchemiæ, quem edidit Morienus Romanus, Calid Regi Aegyptiorum, quen Robertus Castrensis de Arabico in Latinum transtulit.
Bernardi Trevirensis responsio ad Thomam de Bononia de Mineralibus, & Elixiris compositione, Roberti Vallensis Tabulis illustrata.
Scala philosophorum.
Ludus puerorum (et Opus mulierum).
Rosarium philosophorum (cum figuris).
Arnaldi, Rosarium.
Arnaldi, Novum lumen.
Arnaldi, Flos florum ad Regem Aragonum.
Arnaldi, Epistola super Alchimia ad Regem Neapolitanum.
Rogerius Bacho Anglus de mirabili Potestate artis et naturæ.]

 


 

Libro segundo

De la hija de Trapaza y Garduña de las bolsas

     Luego que Rufina dio el salto en la moneda al miserable Marquina, le pareció no aguardar a que con diligencias fuese buscada de la justicia, como lo hizo el agraviado; y así, la noche siguiente, en dos mulas que buscaron, ella y Garay se fueron a Carmona, ciudad que dista media jornada de Sevilla, quedando concertado que un coche que iba a Madrid al pasar por aquella ciudad los llevase, para lo cual dejaron pagados los dos principales lugares dél.

     En Carmona se apearon en un buen mesón, donde, encubierta, Rufina determinó a aguardar el coche, disponiendo en tanto lo que había de hacer de su persona, señora ya de ocho mil escudos en doblones de a cuatro y de a dos, caudal de aquel miserable que con afán, vigilias y ayunos los había granjeado pasando mares y conociendo nuevos y remotos climas; que esto tiene granjeado el que es esclavo de su dinero, de quien la avaricia se apodera, que hubo muy pocos en Sevilla que no se holgasen en su hurto, por verle tan cudicioso y tan poco amigo de hacer bien a nadie, que aun con ser interés suyo y en bien de su alma, pocas veces le vieron hacer alguna limosna. Escarmienten en éste los avaros, considerando que si Dios les da bienes es para que con ellos aprovechen al prójimo y no sea su ídolo su dinero.

     Volvamos a nuestra Rufina, que estaba en Carmona esperando el coche en que había concertado irse a Madrid, por parecerle que aquella corte era un mare magnum, donde todos campan y viven, y que ella pasaría mejor que otra con su moneda, si bien adquirida en mala guerra, que son bienes que pocas veces lucen granjeados por mal modo.

     Llegó, pues, el esperado coche a Carmona, ocupado de seis personas, porque ocho es la tasa de los coches de camino, si ya no excede della la codicia de los cocheros, embaulando en ellos otras dos. Venían en el coche un hidalgo anciano con su mujer, un clérigo y dos estudiantes, con un criado del clérigo, que era mozo de quince años. Ya sabían los caminantes que en Carmona estaban Rufina y su pedagogo Garay para ocupar los dos asientos principales del coche, y así, se los desembarazaron esotro día, a la partida de allí; mas Garay, que era hombre comedido, no quiso que le tuviesen por grosero, y así, cedió su lugar a la mujer de aquel hidalgo, que ocupó el lado izquierdo de Rufina, y él se acomodó con su esposo, a la proa del coche. Pues asentado esto para todo el camino, partieron de Carmona un lunes por la mañana; era esto en el mes de setiembre, al principio dél, cuando las frutas están en la mejor sazón.

     Iban todos los caminantes muy contentos con tan buena compañía, y Rufina y Garay mucho más con la gentil mosca que habían pillado al buen Marquina. El hidalgo era hombre entretenido; el clérigo, de excelente humor; los estudiantes, no menos agradables; y así no se sentía el camino hablando en varias cosas, deseando cada uno mostrar sus gracias, en particular el clérigo, que dijo ir a la corte a imprimir dos libros que había compuesto, donde había de sacar licencia para darlos a la estampa.

     Era el Hidalgo, que llamaba Ordóñez, curioso, y quiso saber de qué material trataban; respondió el licenciado Monsalve, que este nombre tenía el clérigo, que eran de entretenimiento, por ser cosa que más se gastaba en estos tiempos, y que el uno intitulaba Camino divertido y el otro Flores de Helicona; el primero constaba de doce novelas morales, mezcladas de varios versos a propósito, y el de Helicona de rimas, o que él había escrito estando estudiando Leyes en Salamanca, y añadió a esto que si no les fuera molesto les entretuviera con el primero los ratos que hiciera pausa la conversación. Rufina, que era amiga de tales libros, y cuantos deste género salían los había de leer, diole deseo de ver el estilo con que escribía el licenciado Monsalve, y así, le rogó mucho que si no le era de enfado sacar el libro, estimaría oír dél una novela, porque se prometía que de su buen ingenio sería muy bien pensada y mejor escrita. «Señora mía -dijo Monsalve-, todo cuanto yo he podido ajustarme a lo que se escribe en estos tiempos lo he hecho; mi prosa no es afectada de modo que cause enfado a los que la leyeren ni tampoco tan baja de voces que haga el mismo efeto; procuro cuanto puedo no cansar con lo prolijo ni desagradar con lo vulgar; esta prosa que hablo es la que escribo, porque, veo que más se admite en lo natural que lo afectado y cuidadoso, y es atrevimiento grande escribir en estos tiempos, cuando veo que tan lucidos ingenios sacan a luz partos tan admirables cuanto ingeniosos y no sólo hombres que profesan saber humanidad; pero en estos tiempos luce y campea con felices lauros el ingenio de doña María de Zayas y Sotomayor, que con justo título ha merecido el nombre de Sibila de Madrid, adquirido por sus admirables versos, por su felice ingenio y gran prudencia, habiendo sacado de la estampa un libro de diez novelas, que son diez asombros para los que escriben deste género, pues la meditada prosa, el artificio dellas y los versos que interpola, es todo tan admirable, que acobarda las más valientes plumas de nuestra España. Acompáñala en Madrid doña Ana Caro de Mallén, dama de nuestra Sevilla, a quien se deben no menores alabanzas, pues con sus dulces y bien pensados versos suspende y deleita a quien los oye y lee; esto dirán bien los que ha escrito a toda la fiesta que estas Carnestolendas se hizo en el Buen Retiro, palacio nuevo de Su Majestad y décima maravilla del orbe, pues trata della con tanta gala y decoro como mereció tan gran fiesta, prevenida muchos días antes para divertimiento de las Majestades Católicas.» Esto decía el licenciado Monsalve buscando al mismo tiempo en su maleta el libro de las novelas, y habiéndole hallado, con atención y gusto de todos los del coche, los entretuvo con esta novela, que leyó en alta y clara voz, para divertir el camino:



Novela primera

Quien todo lo quiere, todo lo pierde

     Valencia, ciudad insigne de las que tiene nuestra España, madre de nobilísimas familias, centro de claros ingenios y sagrario de cuerpos de gloriosos santos, fue patria de don Alejandro, caballero mozo y de grandes partes, que saliendo de doce años en compañía de un hermano de su padre que iba por Capitán a Flandes, aprobó en aquellos países tan bien, que mereció sustituir la gineta de su tío por muerte suya, asistiendo en servicio del católico Felipe Tercero contra aquellas rebeldes provincias doce años continuamente, mereciendo por sus servicios un hábito de Santiago con grandes ayudas de costa. En Amberes asistía en tiempo que por lo riguroso de los fríos hace pausa la milicia, cuando le vino nueva cómo su padre había pagado la postrer deuda, por cuya muerte heredaba don Alejandro su mayorazgo, que siendo su primogénito y pudiendo estarse en vida regalada y viciosa como otros muchos caballeros, quiso, huyendo del ocio blando, antes asistir más en los peligros de la guerra sirviendo a su rey, que no entre las delicias de la patria dando motivo a que murmurasen dél, consideración que debieran tener muchos que no aspiran a más que gozar de sus comodidades en vida libre, si lo son aquellas que desdoran su noble sangre.

     Viendo, pues, don Alejandro que por muerte de su padre le importaba ir a dar una vista a su patria, Valencia, a poner su hacienda en razón, pidió licencia al serenísimo archiduque Alberto, que visto el pedírsela con legítima causa, se la dio, honrándole mucho por haberle prometido volver muy presto a servir debajo de su mano cuando otros pensaban que se iba a retirar.

     Llegó a Valencia, donde fue alegremente recebido de sus deudos y amigos.

     Comenzó a poner en razón las cosas de su hacienda, sin atender a los entretenimientos en que se ocupa la juventud, porque aunque era soldado fue dado muy poco al juego, virtud que la ejercen muy pocos hombres mozos y que se debe estimar en estos tiempos, porque el distraimiento del juego es tal, que dél nacen mil daños, como se experimentan en lastimosos sucesos que dél han procedido; teatro ha sido Valencia de algunos.

     Tampoco don Alejandro trataba de amores, no obstante que tenía tan buena ocasión de emplearse con tan hermosas damas como ilustran aquella célebre ciudad. En lo más que se ejercitaba este caballero era en hacer mal a caballos, teniendo cuatro que compró en Andalucía, hermosísimos y de grandes obras; en éstos salía en las fiestas de toros que aquella ciudad celebraba, a romper algunos rejones, con que se llevaba la fama del mayor toreador de España.

     Suelen en Valencia, cuando comienza la primavera, salir las más familias de aquella ciudad a hacer la seda fuera della, en amenas alquerías que hay cerca, y esta ocupación dura desde el principio de abril hasta mediado mayo. Pues como un día saliese don Alejandro al campo a caballo, paseando por la amena y deleitosa huerta de Valencia, a la parte que llaman del monasterio de Nuestra Señora de la Esperanza, habiendo gastado toda la tarde en pasear por aquellos amenos jardines, gozando del suavísimo olor del azahar que producen tantos naranjos como aquel fértil terreno tiene, al tiempo, que el sol dejaba el valenciano horizonte, pasó por una alquería que alindaba con los claros cristales del Turia y oyó dentro tocar una arpa con superior destreza. Detuvo el paso a su caballo, pareciéndole que querían cantar, y estuvo largo rato esperando a esto; mas quien la tocaba, ocupada en hacer diferencias en el sonoro instrumento, no ejecutó lo que muchas veces había emprendido, que era dar la voz al viento. En esto cerró la noche y don Alejandro, pagado del ameno sitio, dio su caballo al lacayo, y haciéndole apartar de allí, él atendió sólo, debajo de un verde balcón, a ver quién tocaba la arpa; mas a poco rato vio hacer pausa a sus varias diferencias y que mudando de lugar ocupaba en una silla del lado izquierdo del balcón, a quien servía de espejo el cristalino río; aquí vio a una dama, que con la misma arpa en más fresco sitio, gozando del viento manso que entonces corría, volvió a su gustoso ejercicio, y después de haber un rato hecho otras nuevas diferencias, cantó estos versos con dulce y sonora voz:



     Parabienes dan las flores
  a los cristales del Turia
  de que la rosada Aurora
  entre celajes madruga.
  Las avecillas alegres
  hechas cítaras de pluma,
  en sonorosas capillas,
  con motetes la saludan.
  Las fuentecillas risueñas
  que entre amenidades cruzan,
  haciendo sierpes de plata,
  más aplauden que murmuran,
  cuando Belisa penando,
  por dar pausa a sus angustias,
  en su templado instrumento
  esto canta a quien la escucha:
  Vientecillos suaves
  que corréis ligeros,
  decilde mis ansias
  a mi ausente dueño,
  que después que en su ausencia sin él me veo,
  con firmeza esperando, vivo muriendo.



     La suavidad de la voz, y la destreza que la acompañaba con la arpa, suspendieron a don Alejandro de modo que no quisiera que cesara ni él apartarse de aquel lugar. Dejó la dama su instrumento, y poniéndose de pechos en el balcón, pudo, aunque era de noche, ver al atento caballero, que viendo tan cerca la ocasión no la quiso dejar pasar, y así, llegándose cuanto cerca pudo la dijo: «Dichosísimo el ausente que merece que tan regalada voz celebre su ausencia; mucho quisiera saber quién es para darle por alegres nuevas la dicha que tiene.»

     Algún sobresalto mostró la dama, cogiéndola descuidada aquellas razones; mas cobrándose, aunque no conoció por entonces a quien se las decía, le respondió: «No cae sobre suceso de ausencia ni algún cuidado el haber cantado esta letra, y así, os excusaré la diligencia de dar a ningún ausente nuevas de que es favorecido.» «¿Qué certeza puedo yo tener deso -dijo don Alejandro-, cuando en lo penoso del dejo conozco pasión en vuestro pecho?» «¿Qué os puede importar tenerla?» -dijo ella-. «Ya mucho -dijo él-, que no es tan flojo el hechizo de vuestra voz que no haya hecho sus efetos en este oyente, y así, solicita el cuidado seguridades para vivir en su empleo gustoso.» Causóle risa a la dama oír esto a don Alejandro, y díjole: «¡Qué bien hacen las mujeres que son lisonjeadas en no creer a los hombres, pues nunca les tratan verdad!» «¿En qué juzgáis que no son verdaderos?» -dijo él-. «En que si como vos encarecen sus finezas -replicó ella-, habiendo tan poco tiempo que aquí estáis, ¿cómo les deben dar entero crédito? Pues por solemnizarme lo mal que he cantado ponderáis que es hechizo mi voz, haciendo quien la oye mucho con su cortesía en esperarla tres coplas de un tono.» «No os arrojéis por el suelo ni despreciéis mi verdad -dijo él-, dándola otro nombre; vuestra voz es singular; los accidentes con que habéis cantado lo serán también, pues es cierto se dirigen a la causa de la letra; sólo le faltó por colmo otra de celos, si no es que viváis tan segura que no os los podrá dar.» Mejoróse de lugar la dama para hablar más de propósito con don Alejandro, aunque no le conocía, por pensar que con algún fundamento lo hablaba tan misterioso, y así le dijo: «Si lo que ponderáis el hechizo es tan verdadero como vuestra sospecha, bien puedo afirmarme en que sois de profesión lisonjero, y así, os suplico, por mi abono lo digo, que la aflicción de una necia melancolía no la atribuyáis a pena de ausencia, que nunca he sabido qué es tenerla por nadie, ni tampoco la pienso tener.» «Diera yo por que eso fuera cierto -dijo él- cuanto poseo.» «¿Y es mucho?» -dijo ella-. «Poco es -replicó él-, respecto del sujeto por quien lo ofrezco, mas lo mismo fuera ser señor del mundo, que todo lo diera por bien empleado.» «Sin duda que hoy me levanté con buen pie -dijo la dama-, pues oigo en mi favor tantos que me dejaran envanecida si pensara que tenía partes para sin ser vista enamorar, y a fe que a verme de día no aconfirmárades lo dicho con tanto afecto.» «Con lo oído -dijo él- no me puedo engañar, y así, por fe presumo que quien en esa gracia es tan consumada lo será también en las demás de que carezco por serme poco favorable la noche; y pues no os digo esto de rayos y esplendores, de que se valen los que halagan con las palabras y lisonjean con los mentidos afectos, ¿creeréis de mí que comienzo a amaros con verdades?» «Ahora bien, yo os quiero comenzar a creer si me decís quién sois» -dijo ella-. «Mereceré primero con mis finezas -replicó él-, para que su valor supla el que me falta en la calidad.» «Ahora os tengo por hombre de partes -dijo ella-, pues esa desconfianza tenéis de vos, y habréisme de perdonar, que me llaman para una visita y es fuerza irme por no dar nota con que me hallen aquí.» «¿Pues seréis servida -dijo don Alejandro- de dejaros ver mañana en este puesto a estas horas?» «No sé si podré -dijo ella-, mas venid, que eso es merecer, aunque yo no salga.» «Yo estaré aquí -replicó el ya aficionado galán- más fijo que los sillares que sustentan este cielo que os atesora.» «Mucho llevo que pensar en eso de encarecer -dijo ella-; para otra vez venid enmendado de hipérboles, que no soy amiga, de oírlos, por tener por fabulosos a todos los que en ellos tratan y más con el conocimiento que tengo de lo poco que valgo.» Con esto hizo una gran cortesía y se quitó del balcón, pesándole a don Alejandro que tan presto se ausentase dél, que quedó muy picado, así de su voz como de su entendimiento, y deseaba saber quién fuese con grandes veras. No se apartó la dama menos cuidadosa que el galán, porque luego mandó a un criado suyo que supiese quién era y le siguiese hasta saberlo; hízolo así, no costándole mucho la diligencia, porque a pocos pasos le vio poner a caballo y le conoció, volviendo con el aviso a su ama, que no se holgó poco de saber que fuese don Alejandro, de quien había oído tantas alabanzas y visto hacer tan bizarras suertes en la plaza con los toros.

     En llegando don Alejandro a su posada, quiso informarse de un vecino suyo quién era la dama con quien había hablado, y dándole las señas del puesto de la alquería, supo dél llamarse doña Isabel, el apellido se calla, dama de grande calidad y partes en aquella ciudad, igualando su hermosura con su grande entendimiento. Fue esta dama hija de don Berenguel Antonio, un bizarro caballero que sirvió en la guerra muchos años, y ya dejadas las armas se había casado, en anciana edad, de quien procedió esta hermosa dama que entonces se hallaba sin sus padres, heredera de una corta hacienda, porque la de don Berenguel era de una encomienda que la Majestad de Felipe Segundo le había dado por premio de sus servicios. Esta dama estaba en compañía de una anciana tía suya que lo más del tiempo estaba enferma, y habíanse retirado a hacer la seda en aquella alquería. De todo se informó don Alejandro largamente, aunque de lo esencial de las partes de doña Isabel tenía ya bastantes noticias, porque en toda Valencia no se celebraba otra cosa que su claro ingenio y agudo entendimiento, extendiéndose hasta hacer muy lindos versos, gracia que se debe estimar en una dama de las partes referidas.

     No había visto don Alejandro a esta dama, y deseaba, aun antes de haberla hablado, verla, el dueño de aquella alquería acrecentósele más este deseo, con el cual procuró algunas veces salir al campo con ganas de toparse otra ocasión como la pasada; pero no tuvo tal dicha por estar la tía de doña Isabel aquellos días enferma y no se apartar de su lado.

     Bien se pasaron más de quince días en los cuales hallarse en un velo que se daba a una monja en el Monasterio Real de la Zaidía, que estaba vecino a esta alquería. Hallóse en esta fiesta lo más lucido de Valencia, así de caballeros como de damas, y nuestra doña Isabel fue de embozo con una criada suya a ella. Acertó a sentarse en una capilla de la iglesia algo oscura, y viendo don Alejandro no hallarse allí con las demás señoras la que ya le daba cuidado, tuvo sospecha que quizá sería alguna de las que estaban de embozo en la capilla, y así, se fue a ella con otros dos amigos y llegándose a la dama les dijo a los amigos: «Agravio hacen estas damas a la señora monja en retirarse de lo que todos gozan, pero atribúyolo a que deben ser poco inclinadas a aquel estado, pues aun no quieren ver cómo se profesa en él.» Holgóse doña Isabel con la presencia de don Alejandro, a quien ya había visto en la iglesia, y quisiérale menos acompañado que venía; mas disimulando la voz, le dijo: «Como no somos las convidadas a esta fiesta, no cumplimos con todos los requisitos que hacen los que lo son; y en cuanto a retirarnos de carecer dese acto, como se ha visto otras veces no le vemos ésta, porque en una basta para saber lo que es la que hubiere de elegir el estado de monja.» «Según eso -dijo un amigo de don Alejandro- ¿vos no seréis de las que le apetecen?» «No digo nada hasta ahora, porque eso ha de venir por vocación y yo no la he tenido.» «Ya en eso -replicó don Alejandro- nos dais a entender que por lo menos no sois casada, pero que desearéis serlo.» «Yo no tengo que dar cuenta -dijo ella- del estado a que me inclino, y más a quien está lejos de deudo mío, para que apruebe mi buen propósito.» «¿Pues no daréis lugar con declararos -dijo él- para que sepamos cuál camino elegís?» «¿Cuál me aconsejáredes vos?» -dijo ella-. «El de casaros» -volvió don Alejandro, habiéndola ya conocido-. «Y si no tengo partes para serlo -dijo ella-, ni en la posibilidad ni en la persona, ¿qué he de hacer?» «A faltar todo -dijo él-, olvidaros de vos misma; que quien no es para monja ni casada debe quedarse neutral, por incapaz.» «Podrá seguir ese consejo» -dijo ella-. «Si vos sois servida -dijo don Alejandro- de descubrir lo que oculta vuestro manto, yo os daré consejo más a propósito.» Esto dijo acercándose más a ella, a tiempo que doña Isabel pudo cuidadosamente descubrir uno de sus hermosos ojos, que vieron los dos amigos. «Si esto me ha de costar -dijo ella-, bien me estoy cubierta, aunque por el consejo pudiera atreverme contra mi opinión.» «Ese atrevimiento -dijo don Alejandro- no la agraviará, que ya hemos visto señales que nos aseguran que podéis elegir el estado del matrimonio, premiando con gran dicha a quien mereciere vuestra mano, y sin ver más me ofrezco a ser el que se dispusiera a tan gustoso empleo.» A lo mismo se ofrecieron sus dos amigos, pagados de su donaire y de la muestra que dio de su perfección. «¿Hay dicha como la mía -dijo la dama-, que por un descuido que he tenido hallé tres pretendientes para mi remedio? Ahora bien, yo quiero tratar dél, pues carezco de quien me lo busque; sepa yo las partes de los que se me ofrecen a elegirme, que conforme a ellas haré elección del que más tuviere.» Cada uno, en donairosas burlas, comenzó a exagerar sus partes con ridículos disparates, y a deshacer las de sus amigos, con que rieron un rato entreteniendo el tiempo, aunque no era a propósito el lugar en que tenían esta conversación, porque los templos no son lonjas dellas, sino casa de oración, que así las llamó Cristo.

     Después de haberles oído el informe en su abono, la dama dijo: «Yo quedo informada y advertida de lo mucho que merecen caballeros de tantas partes y calidad; consultaré con la almohada quién ha de ser el preferido de los tres; aunque, si va a decir verdad, yo tengo del uno algo más informe, y una experiencia de que es bien entendido, y éste creo que me ha de inclinar a que le admita, si no teme que yo tenga otro empleo, que le juzgo receloso.» Con esto entendió don Alejandro que por él se decía aquello, por lo que entre los dos había pasado la primera vez que había hablado con doña Isabel.

     Era hora de irse el acompañamiento de la fiesta, y así, con otros donaires y chistes se despidieron de la dama, quedándose de los tres el último don Alejandro, el cual la dijo: «Buen pago dais a un fino amante, desvelado por vos; no pase el rigor tanto tiempo si no queréis que muera.» A que respondió ella: «La disculpa sea una enferma a quien asisto, y esto es más verdad que vuestro encarecimiento; mas yo procuraré deshacer la queja cuando más descuidado estéis.» No hubo lugar de hablarse más, y así se despidió don Alejandro, quedando la dama muy pagada dél y con deseo, de hablarle muy despacio. Dentro de pocos días lo procuró en el balcón donde primero se hablaron, porque acudiendo allí don Alejandro, ella salió y se vieron, de cuya conversación don Alejandro quedó muy amartelado y la dama no menos, si bien pudiera no aventurarse a favorecerle, por estarle mal, como adelante se dirá.

     Viendo don Alejandro en doña Isabel tan claro entendimiento y agudeza tan profunda en decir, por quien adquiría fama de muy entendida, el segundo papel que la envió, después de haberla significado su afición por el primero, fue éste con estas décimas:



     Tanto en vos la discreción,
  Belisa, está acreditada,
  que pienso fue anticipada
  al uso de la razón.
  Prodigio de admiración
  obró el poder celestial
  en vos, mas vuestro caudal,
  que esta dicha ha poseído,
  ya ostenta que lo adquirido frisa con lo natural.
  Anhelantes discreciones
  tienen los amagos vagos,
  pero en vos son los amagos
  discretas ejecuciones.
  Almas son vuestras razones
  guiadas de la prudencia;
  cada razón es sentencia
  que pronuncia vuestro labio,
  pues de lo discreto y sabio,
  es la fina quinta esencia.
  El talento más perfecto
  que presume de saber,
  puede de vos aprender
  rudimentos de discreto,
  que lo ceñido y selecto
  de este ingenio soberano,
  gloria del Imperio Hispano,
  cuando en su Corte faltara,
  documentos le enseñara
  de elocuente y cortesano.
  Si vuestro ingenio sutil
  la antigüedad conociera,
  veneraciones le diera
  en estatuas el gentil.
  Goce de un eterno abril
  esa verde adolescencia,
  que su divina prudencia
  en nuestra moderna edad,
  es sol que a su claridad
  no halla humana competencia.



     No sabía doña Isabel que don Alejandro tuviese aquella gracia más de las que tenía, que era hacer versos, y gustó mucho de las décimas, a que respondió con este papel:

     «Alabanza que sobra al sujeto por quien se dice, es agravio suyo y descrédito de quien lo escribe, pues el sujeto ponderado, juzgándose ajeno de tanto honor, atribuye el elogio a vituperio y la alabanza a sátira dicha por ironía. Ni me desvanezco tanto que no conozca lisonjas, ni me tengo en tan poco que no se me deba algo de lo escrito; con lo ajustado me obligárades si con lo excesivo me ofendéis. Con las pocas experiencias que tengo de vuestra condición y trato, no me persuado a creer de los versos; si buen celo o demasiado cumplimiento os los han dictado, el tiempo me ha de asegurar de la verdad. Con él espero o darme por agradecida o sentirme por injuriada.» Tuvo modo la hermosa doña Isabel para que este papel viniese a las manos de su nuevo apasionado don Alejandro, el cual quiso satisfacer a la propuesta queja de su dama con hacer esperar al portador, y escribir éste:

     «La corta alabanza vuestra fuera el mayor descrédito mío, si lo que me sobra de amor no supliera las faltas de lo poeta; mas por no incurrir en otro delito como ése, quiero que la prosa explique lo que la ruda vena no puede, suplicándoos que no con capa de desconfianza discreta acuséis mis necios afectos, que si no igualaron a sujeto tan del cielo ha sido por lo que tienen tan de la tierra, que no se remontan donde su dueño coloca sus bien dirigidos pensamientos. Bien merezco crédito en lo que digo si conocéis lo que siento, y cuando lo queráis ignorar por vuestro recato, no podéis, consultándoos al espejo, conociendo que entre muchas victorias que ganáis de vuestros rendidos soy yo un corto trofeo desa beldad y un humilde captivo de vuestra prisión. Remito a que el examen de la experiencia acredite estas verdades, y que dellas conozcáis que os aclamarán dueño mío todo el tiempo qua viviere, para que, agradecida, paguéis buenos deseos, asegurada de no conocer jamás agravios.»

     Con este papel comenzó la hermosa doña Isabel a tener un poco de más satisfacción de don Alejandro, facilitándolo el ser escogido, entre los dos amigos suyos Fuéronse continuando las vistas y menudeando los papeles, con que este amor iba subiendo de punto entre los dos amantes, encargándole mucho la dama el secreto en el galanteo, cosa que obedecía don Alejandro con mucha puntualidad.

     Era algo extremada en esto doña Isabel, de suerte que si en algún templo vía ser mirada de su galán y entonces estaba acompañado de algún amigo, lo que los dos hablaban juzgaba ser en ofensa suya, revelándose su empleo, y así se lo decía o escribía, con tanta certeza como si lo hubiera oído.

     Llevaba don Alejandro esto con mucha cordura, satisfaciendo sus quejas con la verdad y aplacando su ira, que donde hay amor mayores imposibles se vencen. La mira que llevaba don Alejandro era casarse con esta dama, si bien no tenía hacienda, mas dilataba el hacerlo deseando salir con una pretensión de una encomienda que pedía por sus servicios y los de su tío en Flandes. Y esta dilación que hizo en esto la estuvo después bien, como se dirá adelante.

     Sucedió, pues, que todos los recatos que la dama tenía de que no frecuentase su calle, mirar a sus ventanas ni acudir de noche a hablarla, sino a deshora, dándole ya entrada en su casa, sin exceder de lo que lícitamente se permite, ella misma los profanó desta suerte: El tiempo de Carnestolendas se celebra en Valencia mucho con máscaras disfraces, torneos y saraos; habíanse hecho algunos, donde con disimulo don Alejandro y su dama se hablaron, ofreciéndose danzar juntos, y en los acompañamientos que resultan a la salida destas fiestas. Una se hacía de junta de damas en casa de una amiga de doña Isabel, adonde fue convidada con otras damas y asimismo don Alejandro con otros caballeros; no había sarao, sino esta junta era para juegos entretenidos y bailes alegres. Fue la primera a esta fiesta doña Isabel, algo temprano, y dentro de poco espacio acudió también allí otra dama muy bizarra, que envió su madre acompañada de dos escuderos de su casa, haciendo fiel confianza de enviársela a aquella señora, donde se hacía la fiesta, por ser muy amiga suya y vecina del barrio. Las dos, pues, estaban cuando acertó a venir don Alejandro, también temprano y solo, por aviso que le dio su dama de que así lo hiciese; recibiéronle las damas muy gustosas y él comenzó a entretenerlas mientras venían más señoras con sazonados chistes y alegres cuentos del tiempo.

     La dama que había venido allí, vecina de aquel barrio, levantóse a ver una labor de cañamazo de un tapete que cubría un bufete donde estaban dos bujías alumbrando, y celebrando el buen gusto de los matices y lo nuevo de la labor, hizo levantar a don Alejandro a verla; había en el bufete recado de escribir, y esta dama, cuyo nombre era Laudomia, se comenzó a entretener con la pluma en el blanco papel, haciendo algunos rasgos, que escribía con lindo aire. Llegóse don Alejandro a ver lo que hacía y celebró en ella aquella gracia con alguna exageración, cosa que oyó su dama, no teniendo pocos celos así de verle tan cerca de doña Laudomia como de que se celebrase lo bien que escribía; tenía con ella este caballero algún conocimiento por un hermano suyo; era don Alejandro algo burlón; pues como la viese ocupada en probar la pluma, por burlarla, sacósela hacia arriba de la mano, con que participó su blancura, que la tenía muy grande, de lo negro de la tinta. Ella, sintiendo la burla, con una palmada que le dio en un brazo se limpió de lo teñido de la pluma afeándole de camino al burlón caballero su acción, a que él respondió que nunca menos lució la tinta que en sus manos, gracia dicha por ironía, por tenerlas, como se ha dicho, muy blancas; ella, ofendida de la socarronería le volvió a dar otra palmada en las espalda. Doña Isabel, que más atendía a esto que a lo que hablaba con la señora de la casa, encendida en rabiosos celos se levantó del estrado donde estaba y yéndose para don Alejandro, sin advertir lo que hacia ni la nota, que daba, alzó la mano, y cogiéndole descuidado le dio un gran bofetón en el rostro, con tanta fuerza que le hizo salir sangre de las narices, y con ella manchar el cuello. Él, viendo tan intempestivo suceso, lo que hizo fue sacar un lienzo y, limpiándose la sangre, decir a su dama: «No soy yo quien revela secretos tan apriesa. Éste ha durado lo que vuestra merced ha querido.» Y con esto, haciendo una reverencia, se bajó por la escalera y se fue a su casa. Apenas doña Isabel ejecutó el impulso de su celosa cólera, cuando la pesó extrañamente de lo que había hecho, no tanto por la señora de la casa, que era íntima amiga suya, cuanto por la que fue causa de su cólera y celos. A este tiempo vinieron unas hermanas de la que hacía aquella fiesta, con cuya venida, la pesarosa doña Isabel se retiró con su amiga a un aposento, donde viéndose a solas, la dijo muy admirada: «¿Qué ha sido esto, doña Isabel? Nunca tal imaginara de vuestro recato y modestia; vuestra acción me ha dicho en breve término lo que en mucho me podíades vos decir. Yo ignoraba este empleo que me habéis celado, y así, más debo a vuestros celos que a vuestra amistad. ¿Es verdad que os sirve don Alejandro?, que me holgaré con extremo.»

     No la podía responder doña Isabel con la pena que tenía y las lágrimas que bañaban su hermoso rostro, mas después de algún espacio lo que la dijo fue:

     «Ya que mi necia cólera y desatinados celos os han manifestado lo que yo no he hecho, sólo os digo que me sirve don Alejandro con fina voluntad y yo se la pago con otra tan grande. Nunca le vi tan desmandado a burlarse; irritóme la llaneza que tuvo con doña Laudomia; los celos son desatinados y ellos han publicado mi amor con tan acelerada acción.» «Pues vamos al remedio -dijo la amiga-, que no es justo que don Alejandro no vuelva a esta fiesta para dar que notar a doña Laudomia, que queda sospechosa de vos.» «¿Cómo lo haremos?» -dijo la celosa dama-. «Fácilmente -replicó la amiga-; con que le escribáis un papel.» Trujeron recaudo y doña Isabel, le escribió estos renglones:

     «Efetos de amor y celos, aunque manifiesten rigor, no son agravios en el amante sino favores; más he hecho yo en aventurar el recato, que vos haréis en perder el enojo. Importa a mi reputación que volváis luego a la fiesta sin muestra de sentimiento, si no queréis que de hacer lo contrario le tenga yo tal que por él me vengáis a perder.»

     Este papel llevó con diligencia un criado a casa de don Alejandro, donde le halló mudándose otro cuello para volver a la fiesta. Holgóse con el papel, porque nada como los celos descubren los quilates de la voluntad, y así, luego obedeció a su dama con más presteza.

     Entró donde estaban las damas, dejando no poco sospechosa a doña Laudomia con lo que había visto de que quería bien a doña Isabel, y pesábale algo, porque le parecía bien don Alejandro y no quisiera verle tan bien empleado. Así como el galán se vio en presencia de doña Isabel, muy risueño la dijo: «Yo he tratado muy como a templo esta sala y más a vuestro rostro, que por no violar al uno ni osar atreverme al otro, no tomé la venganza que ordena el duelo entre los galanes y damas; y cuando aquí no volviera, fuera corrido de haber andado tan poco alentado donde me habían dado ocasión de vengarme tan en mi favor.» A esto respondió doña Isabel: «Como yo soy tan servidora de mi señora doña Laudomia, tomé muy por mi cuenta su desagravio, haciéndoos aquel favor, bien ajena de que había duelo que disponga venganzas tan en contra de las damas.» No pudo sufrir doña Laudomia que ella fuese motivo de su disculpa cuando lo habían sido los celos de su rigor, y así, le dijo sacudidamente: «Nunca pensé que la poca amistad que tenemos se extendía a oponeros en riesgo de mi defensora, cuando no me faltara osadía para vengarme; mas como estaba ajena de celos y poco cargada de agravios no llegó tan presto la prontitud mía como el enfado vuestro. Yo me huelgo ser la enigma de vuestras interpretaciones; para con quien fuéredes servida pasen, que para mí ya yo le tengo dada otra solución bien fácil y que nadie la ignorará.»

     Queríala responder doña Isabel, sentida de su sacudimiento; mas la señora de la casa donde esto pasaba, porque no se encendiese más fuego donde se iba encendiendo, lo atajó con hacer que se sentasen en el estrado, que ya iban entrando damas a la fiesta. Aquella noche estuvo muy sazonado don Alejandro, no dejando pocas damas amarteladas dél, entre las cuales era una doña Laudomia, que desde aquel suceso propuso hacer lo posible por sacarle el galán de su dominio a la celosa doña Isabel, y así lo cumplió.

     Todos los favores que gozaba don Alejandro de su dama eran hechos con finísima afición, porque esta dama le quería con grande extremo, si bien fue el ponerla en el delito para un caballero ausente que había llegado con ella a más apretados lances que don Alejandro, valiéndose esta dama poco del recato, de modo que el ausente había sido favorecido con todo extremo, y había bastantes causas para que esta dama sustentara aquella fe, sin prevaricar della, con descrédito suyo.

     Llegó este galán, llamado don Fernando Corella, de Madrid, corte del Monarca de las Españas, donde tenía un pleito, con el conde de Cocentaina, tío suyo, sobre cierta hacienda cuantiosa, y víase en el Consejo Supremo de Aragón. Llegó a Valencia con la última sentencia en su favor y señor de dos mil ducados de renta. Hallóse doña Isabel confusa en el modo de complacer a estos dos caballeros, y con no poca duda en cómo se había de portar con entrambos; hallábase prendada en el honor con don Fernando y en el amor con don Alejandro, porque del primero había perdido mucha parte con la ausencia, propio en las más mujeres no hacer caso sino de lo presente. Entre las dudas que se le ofrecían, consultadas con una criada suya, se resolvió en buscar modo cómo, hablando con el uno, no perder al otro. De noche daba entrada a don Fernando, dueño de su honor, y al que amaba entretenía con papeles amorosos, negando el dejarse ver como hasta allí porque no embarazase la entrada al más dichoso, dando a esto por excusa que sus deudos andaban con cuidado y vigilancia espiando su calle, que el mayor servicio que la podía hacer era no pasar por ella ni de día ni de noche, hasta asegurar esta sospecha.

     Don Alejandro amaba con todas veras y estaba ignorando el doblez con que le trataba su engañosa dama; creía cuanto le decía y obedecía en todo.

     Bien quisiera don Fernando cumplir con la obligación que tenía a doña Isabel, casándose con ella; mas por tener a su madre viva y ver que no gustaba deste empleo, le hacía dilatar el casamiento, esperando que sería corta su vida, por la mucha edad que tenía, y así pasaba con su dama gozando sus brazos, y don Alejandro padeciendo con el deseo, engañado con sus papeles.

     En este tiempo sucedió sobre el juego de la pelota tener don Alejandro un disgusto con un caballero muy calificado de Valencia, quedando las partes no muy aseguradas en la amistad, de modo que se esperaba cada día algún mal suceso. Era bizarro don Alejandro, y con aquel ardimiento de Flandes le parecía que nadie le buscaría menos que con la espada, llamándole a la campaña. La parte contraria no había salido del disgusto muy descargada, y así, por entonces, no mostró la ponzoña que ocultaba del deseo de vengarse de don Alejandro, y así esperaba ocasión para hacerlo muy a su salvo y buscábala con no poco cuidado y desvelo.

     Habíase ausentado de Valencia don Fernando y estuvo en un lugar suyo cuatro días. En tanto doña Isabel, como quería bien a don Alejandro, avisóle que podía venir a verla a su casa de noche, pero que su venida fuese con mucho recato, de modo que no le viese nadie, porque importaba mucho a su reputación. Hízolo así el enamorado caballero, y guardándose de no venir a hora que diese nota alguna, se vio con su engañosa dama, que astutamente sabía guardar los aires a los dos galanes y aprovecharse de las ocasiones, de modo que, sin saber el uno del otro su empleo, la servían, y la verdad es que si en su mano estuviera, doña Isabel escogiera por suyo a don Alejandro, mas como tenía don Fernando la mejor joya de su honor, era fuerza, por no quedarse burlada y sin honra, pasar con su empleo hasta que su anciana madre muriese; y temiéndose de que podría faltar a esto, no desengañaba a don Alejandro, y así, sustentaba los dos galanteos. Suceso que pasa en nuestros siglos con muchas, por quien suceden no pocas desdichas.

     Halló don Alejandro en su dama más afabilidad que otras veces, más agasajos y ternezas, con que se prometió verse más del todo favorecido; mas engañóle su pensamiento, porque nunca le dejó pasar de lo lícito, temiéndose que con más empeño se quisiese hacer señor de toda su voluntad, que entonces la tenía repartida.

     Aquellos días que don Fernando estuvo ausente no los pasó mal, mas, volviendo a Valencia, doña Isabel volvió a su recato, dando nuevas excusas que, como amaba, don Alejandro pudo creer, si bien no lo pasaba sin recelos, y en hábito disfrazado paseaba su calle hasta muy tarde; mas nunca halló nadie en ella que le pudiese dar cuidado; y este disfraz que él aplicó para su seguridad le valió para no ser conocido del caballero que le buscaba para ofenderle.

     La causa de no topar con don Fernando era que, como doña Isabel vivía con aquel cuidado, había prevenido que don Fernando entrase en su casa por la de una amiga suya, y ésta tenía puerta falsa a otra calle, que no sabía don Alejandro, y de un terrado a otro se pasaba, hasta ser de día. Sucedió, pues, que una noche que don Alejandro venía por la calle abajo de su dama le comenzaron a seguir por ella su contrario con dos criados suyos; esto, aun sin conocerle; quisiéronse asegurar más si era él, por no emplear las bocas de fuego que traían, en otro, errando el conocimiento, y así a lo largo le seguían. Habíalos conocido don Alejandro, y viéndose entonces sin armas de fuego para defenderse, porque sólo estaba con su espada y broquel, el arbitrio que tomó fue hacer una seña conocida a la puerta de doña Isabel, en ocasión que ella había bajado abajo, dejando en su aposento a don Fernando acostado; asomóse a una ventana para ver qué quería su segundo galán, y, conociéndola, la dijo que le abriese luego, porque de no lo hacer corría peligro su vida, porque le venía siguiendo don Garcerán, su contrario, y le hallaba desapercibido para su defensa; presumió la dama que don Alejandro le decía aquello sólo porque le abriese, y así, se rió dél, dándole a entender que lo tenía por ficción, con que don Alejandro la aseguró con grandes juramentos haber conocido a don Garcerán y venir con otros dos tras él.

     Aquí se halló atajada doña Isabel y no menos confusa, y la respuesta que le dio fue que una amiga suya había venido a verla a prima noche y que la rogó se quedase allí, y que así no se atrevía a abrirle. Instaba en que lo hiciese don Alejandro, ponderando su peligro y acusándola de cuán poco le quería, pues en lance tan apretado le negaba entrada en su casa, que no lo hiciera el más extraño. Volvió doña Isabel a decirle que por no dar nota en descrédito de su opinión lo hacía, que en cuanto a su amor bien sabía cuánto le tenía, y hacía al cielo testigo de que estaba con grandísima pena de no poder hacerle gusto. A esto replicó don Alejandro, diciéndola que, pues su amiga estaba arriba en su aposento, que fácil le era darle entrada para que estuviese en el zaguán de su casa, sin salir dél hasta que pudiese hallar ocasión de irse. Parecióle a doña Isabel que apretaba mucho la dificultad, y que esto era con alguna sospecha de haber visto allí a don Fernando, y así, por asegurarse, miró bien la calle y descubrió los bultos de los tres que estaban en acecho por conocer bien a don Alejandro; comenzóle a creer con esto, y para ver qué disposición había para admitirle en su casa, le dijo que esperase un instante, vería si podría entrar. Con esto se subió arriba, y vio que don Fernando, desvelado de haberla visto bajar abajo, la preguntó que cómo no subía a acostarse, a que ella le satisfizo con decirle que hasta dejar a su tía quieta y las criadas de casa, tuviese sufrimiento. Dejóle y salióse a otra pieza afuera, donde se puso a discurrir lo que haría en un lance tan apretado. Por una parte vía tener a don Fernando en su casa, y que era hombre de hecho y quien le tenía su honor a cargo, dándola esperanza de satisfacerle; en esto abogaba por el honor; por otra parte, el amor que a don Alejandro tenía la estimulaba para que no permitiese que le quitasen enemigos suyos la vida, que podía ser a no darle entrada. Batallaban con la indecisa dama honor y amor, considerando en pro y en contra de sí lo que era obligada a hacer, y al cabo de varios discursos venció el honor, obligándola a no dar entrada a don Alejandro, considerando que de hacerlo se seguían dos daños contra su reputación: el uno, ser sentido de don Fernando, y perderse, si le hallaba allí, su remedio; y el otro, que si don Alejandro era seguido de su contrario, viéndole dar entrada en su casa, perdía mucho y era también estorbo para su empleo. Parece que se ajustó a lo más acertado, y así, bajó a verse con don Alejandro, diciéndole: «Señor mío, sabe amor que quisiera daros entrada no sólo en mi casa, pero en mi pecho, otra vez, de quien sois dueño; siendo seguido, como decís, hallo por inconveniente el que os vean entrar a estas horas cuando está tan asentada mi opinión por Valencia; fuera desto, la amiga que tengo por huéspeda está despierta, y las mujeres somos curiosas; querrá examinar de mi tardanza, con quién me he detenido, y aun averiguarlo con la vista, con la llaneza de amiga. Perdonadme que no os admita, asegurándoos que me deja lastimadísima veros ir puesto en tanto riesgo, mas excitando el que tiene mi fama, he querido no aventurarla tan conocidamente si os doy entrada.» Mucho sintió don Alejandro este despego en su dama, juzgando de su amor que no le ejecutara, y más en lance tan apretado, de haber visto el desengaño; quedó tal, que cuando Garcerán le acometiera no le pesara, por vengar en él el enojo que contra doña Isabel tenía, o morir a sus manos. Lo que la dijo al despedirse fue: «No creyera, cruel señora, que a ocasión como ésta faltara vuestro amor y piedad; en haberme despedido conozco lo poco que de uno y de otro tenéis en mi favor; toda la opinión que perdiérades, o por parte de vuestra amiga o por asechanzas de mi contrario, se soldaba con tenerme seguro en el empleo que pretendía con vos; esto no lo habéis mirado por particulares respetos que convendrán con vuestra razón de estado; la mía siempre ha sido tener méritos para haceros dueño y esposa mía; no lo debe permitir el cielo, pues ataja obras de piedad en vos; voila a buscar en las armas de mi contrario, con presupuesto de no olvidarme del ingrato proceder que conmigo habéis usado.» Responderle quería doña Isabel, convencida con lo que le había dicho, para aventurar todo cuanto importaba su opinión, y cuando le llamó no fue oída, que ya bajaba por la calle seguido de don Garcerán, que le había ya conocido y le iba a acometer.

     Todo esto vio doña Isabel, estando con grandísimo pesar de verle en el peligro en que estaba; mas sucedió mejor que se pensó, porque al llegar don Garcerán a tiro de pistola cerca de don Alejandro, él se había encontrado con don Jaime, amigo suyo, que venía acompañado de un criado a acostarse; por esto no fue acometido; que como don Garcerán había hecho paces en público con su enemigo, estábale mal que sobre ellas le viesen acometerle, y más con armas de fuego, y así, viendo que aquel lance se había perdido, se volvió para no ser conocido de los dos, al bien don Alejandro dio cuenta a su amigo de haberle venido hasta allí siguiendo, cosa que le causó admiración que tan mal guardase su palabra don Garcerán en cosa tan ligera, aunque para él le parecía pesada y juzgaba agravio.

     Era ya muy tarde, y así por esto como por asegurar una sospecha que don Alejandro tenía, quiso quedarse allí con don Jaime; él lo estimó mucho, y con esto entraron en su casa, y antes de acostarse discurrieron los dos en lo pasado, habiéndole dado parte don Alejandro de sus amores con doña Isabel. Tenía don Jaime algunas noticias del empleo antiguo desta dama con don Fernando, y sintió mucho que su amigo hubiese puesto su afición en ella, y más para casamiento, y así se lo dijo, con que don Alejandro se persuadió que la causa por que no fue admitido era por tener allí a su primero galán, discurriendo con esto el hablarla de noche, y que esto era después que él había venido de Madrid; pues comunicado esto con don Jaime, vinieron los dos conformes en que don Fernando estaba en casa de esta dama, y para saberlo con certeza fiaron de un criado de don Jaime el que lo examinase, quedándose en la calle hasta ser de día, y por dar en lo cierto el mismo don Jaime de lo que pasaba, pusieron de posta a otro criado suyo en la otra calle, donde estaba la puerta falsa por donde don Fernando entraba, y con esta prevención se acostaron, aunque el desvelo de don Alejandro era tanto, que no durmió sueño. Media hora sería ya de día, cuando uno de los dos criados vino a decir a los caballeros cómo había visto salir a don Fernando de la casa de la amiga de doña Isabel en hábito de noche, y que a este tiempo, a una ventana de las de doña Isabel y que también caía a la otra calle, ella se había puesto a verle salir, a quien había conocido muy bien.

     Con esto quedó don Alejandro asegurado de su sospecha y sin género de amor para con la engañosa dama; de la vecina no se podía tener sospecha que nadie la galantease, por ser ya mujer de cincuenta años y indiciada en que sabía hacer algunas amistades de juntas amorosas. Tal género de mujeres debe ser aborrecida de las gentes, pues con disimulado trato son polilla de las honras, con quien no vive marido, padre o hermano seguro.

     La noche siguiente pudo el cuidado de don Alejandro ver más a su salvo, de la casa de un conocido suyo, entrar a don Fernando, y para mayor satisfacción da su sospecha se subió al terrado, de donde vio cómo en el de enfrente estuvo este favorecido galán hasta ser avisado que pasase al suyo por la misma doña Isabel.

     Esa misma tarde quiso la cautelosa dama satisfacer a su quejoso galán, por cumplir con todo y no dejar a nadie con queja, y así, con una criada suya de quien fiaba uno y otro empleo, y ella acudía a entrambos con solícito tercio, por lo que dellos medraba, le envió un papel. Halló a don Alejandro que acababa de dormir la siesta, y estaba en un catre de la India echado; mandóla entrar, y diole el papel, en el cual leyó estas razones:

     «No os encarezco, señor don Alejandro, la pena que tengo, considerando en vos el sentimiento que juzgo tendréis por no haber usado el acto de piedad que pedía vuestro amor y la buena correspondencia de una mujer bien nacida, cuando no la moviera el mismo. Mas si consideráis cuán delicado es el honor y cuánto se debe mirar por él, echaréis de ver que, pues no os di acogida en mi casa, estaba a pique de perder mi reputación con la huéspeda que acerté a tener, para enfado mío. El sentimiento que me dejastes os dijera bien mi desvelo, y yo en este papel, si os juzgara tan crédulo como os juzgo enojado. Gracias al cielo, que lo dispuso mejor, estorbando vuestro peligro y el mío, pues es cierto que a pasar vos por él, no era más mi vida.»

     «Suplícoos que el enojo no pase adelante, si ha merecido esta satisfacción acabar esto con vos. Echaré de ver haber perdido la queja en la respuesta déste. Téngala yo buena si estimáis mi vida. La vuestra guarde el cielo como deseo. La que bien os quiere.»

     Notablemente se irritó con el papel don Alejandro, y aunque lo disimuló cuanto pudo, la criada, que no partía los ojos de su semblante mientras leía, lo conoció bien por algunas mudanzas que en él vio. Rogóla el ofendido amante que esperase en un alegre jardín que allí cerca estaba, mientras respondía, y tomando recaudo de escribir, aunque dilató el tiempo por hacer borrador del papel, que contenía estas razones:

     «Siempre vuestras satisfacciones fueron para mí aumentos de amor, mas ésta, aunque no la juzgo por tarda, ha hecho contrario efeto, conociendo venir tan falta de verdad como lo ha sido siempre vuestra fe. Nunca presumí de mi que fuera bueno para entretener ausencias, ni de vos que pasáredes con ello adelante, sabiendo la pena que me tenía de costa padecer con deseos y esperar con zozobras. No culpo el no admitirme cuando amenazaban peligros a mi vida, y así, disculpo la acción, que ejercer tanta piedad con dos sujetos a un mismo tiempo es demasiada caridad; lo que culpo es que con empeño tan preciso busquéis en mí el voluntario, aventurando vuestra opinión en la corta duración de un engaño, de que he salido con las diligencias que bastan para saber que un dichoso tiene entrada en vuestra casa por donde le hacen buen tercio para vuestra correspondencia.»

     «Gozalde mil siglos, sirviéndoos de no acordaros más de mí, porque ni soy bueno para llamado ni dichoso para escogido.»

     Este papel estuvo en breve tiempo en las manos de doña Isabel, a la cual halló la criada en casa de la vecina amiga por donde entraba don Fernando; recibióle la dama, preguntándola a su sirvienta cómo le había hallado; ella le dijo que con poco gusto, y que así, la había recibido careciendo de los agasajos que siempre que la vía la hacía; alteróse doña Isabel, diciendo: «Con lo que me dices, me prometo poco gusto con el papel.» Abrióle, y leyendo en él las razones que se han dicho, quedóse con él en la mano, ajena de sí, no sabiendo lo que la había sucedido. Preguntóle la amiga qué contenía el papel, y ella, para mejor satisfacerla, quiso que él lo dijese, dándosele a leer, por donde conoció la amiga estar descubiertos los amores de don Fernando, con pérdida de su reputación, pues sabía ser por su casa la entrada a la de la amiga, pesándola muchísimo de que se hubiese sabido. Doña Isabel estaba con tanta pena de haber visto el papel, que no acertaba a hablar, y maldecía el punto y hora en que a don Alejandro había admitido a su galanteo, mas un consuelo le quedaba, y era conocer en él tan noble condición que, aunque estaba celoso, fiaba de su buen término que no publicaría su correspondencia, cosa poco usada en estos tiempos, donde se dicen aun las cosas que no suceden, ¿qué será las que con verdad pasan?

     No paró la desgracia de doña Isabel en esto sólo, que cuando la Fortuna comienza a volver la rueda para adversidades no se cansa en una sola. Sucedió, pues, que cuando salió la criada de dar el papel de su señora a don Alejandro acertase a verla don Fernando salir de su casa y con el papel en la mano; poca advertencia de las que con poco celo sirven, que mayor la tuviera a hallar las dádivas que acostumbraba recibir del generoso don Alejandro, mas como salió con aquel disgusto de no haberle dado nada, cuidó poco de lo que la importaba encubrir, que fue lo que bastó para engendrar sospecha en don Fernando, el cual la siguió disimuladamente hasta la casa donde doña Isabel estaba, y hubo aquí otra inadvertencia, que fue dejarse la puerta abierta, hallando con esto don Fernando franca entrada. Subióse arriba sin ser sentido de nadie, y pudo oír leer el papel en alto a la amiga de doña Isabel, y después lo que las dos platicaron sobre él, explicando la afligida dama su sentimiento; con esto y la poca gana que este caballero tenía de cumplir su obligación -que un amor gozado tiene menos fuerza que el que se espera- él halló camino por donde eximirse della, y así, salió adonde estaban, no causándoles poco alboroto su vista de improviso. Lo que dijo, mirando a la afligida doña Isabel, fue: «Yo juzgué, con las obligaciones que de por medio había entre los dos, ser correspondido con la fe que pedían mis buenos deseos, enderezados al honesto fin de matrimonio; mas, pues veo, ¡oh, ingrata Isabel!, tu poco recato admitiendo nuevo empleo, quedo libre para disponer de mí a mi voluntad, pues no fuera razón hacer empleo en quien tan poco mira su honor, para vivir toda la vida con escrúpulos y recelos de si me guardan el mío.» Con esto volvió las espaldas, dando por bien empleada su diligencia, pues por ella pudo salir de un empeño donde sin gusto de su madre se hallaba.

     No pudo el valor de doña Isabel resistir este pesar, y así, faltándole el aliento, se quedó desmayada en las faldas de su amiga, durándole largo rato el desmayo; pero, vuelta dél, causó notable lástima las cosas que dijo, lamentándose de su poca dicha sin saber qué remedio se tener. Víase despedida de don Alejandro, ya sabidor de su empleo primero; despreciada de don Fernando, a quien por su poco recato tenía ofendido, y no discurría qué modo tener para desenojarle, vista la razón que tenía. Allí pasé la tarde ocupada en varios discursos, pero ninguno eficaz para su remedio; llegó la noche y fuese a su casa, donde la dejaremos por decir lo que don Alejandro hizo.

     Luego que la criada se fue con el papel, don Alejandro estuvo un rato discurriendo consigo en lo que haría, pues ya hallaba esta puerta cerrada para su empleo y no ser a propósito de su honra el tratar dél. Habíale parecido bien siempre la hermosa doña Laudomia, con quien le pasó aquel lance de celos con doña Isabel; vía cuán principal era y tener buen dote, y así, trató de pedirla por esposa a su padre y hermano, cosa que alcanzó dellos en breve con mucho gusto suyo, por ser este caballero muy querido de todos en su patria. Hiciéronse las capitulaciones y publicóse luego por Valencia este casamiento, llegando a oídos de doña Isabel. Juzgad si lo llegaría a sentir con veras, y más siendo el empleo con quien ella tenía aborrecimiento desde aquel encuentro que había tenido. Muchas cosas dijo, lamentándose, maldiciendo su corta fortuna; pero no son éstas nada para lo que le esperaba, porque don Fernando, hallando la ocasión como la podía desear para eximirse de su obligación, no cumpliendo la que a esta dama le debía, trató de casarse con una señora rica y hermosa con quien su madre le instaba que se casase. Hiciéronse también las capitulaciones, y aunque fueron con secreto, pasó luego la voz por toda Valencia, de modo que llegó a los oídos de doña Isabel.

Tenía esta dama tanta confianza en que don Fernando no había de faltar a su obligación, que pensaba ella que faltaran todas las del mundo y ésta no; mas hallóse muy burlada, porque si ella, que había de conservar aquel amor como perdidosa de la joya más preciosa de su honor, tenía tan poco recato hablando a un tiempo con don Alejandro, ¿cómo quería que don Fernando se casara con ella, con tan grandes escrúpulos, habiendo de vivir toda la vida con recelos?

     Ese día que supo la última nueva del casamiento deste caballero no perdonó su enojo su hermoso rostro, pues le maltrató con golpes, ni a su dorado cabello, que esparció parte dél por el suelo; sus ojos eran fuentes que nunca cesaban de llorar; decía la afligida dama, cuando los penosos sollozos y afligidos suspiros la dejaban: «¡Desdichada de ti, mujer sin ventura, castigada ingratamente por firme, por amante y por haber guardado fe a un desleal, a un fementido, a un traidor, pues habiéndole hecho dueño de lo mejor que poseía, niega la deuda, y la paga es olvido y mudanza! ¡Escarmienten en mí las inconsideradas y fáciles mujeres que, engañadas de una leve lisonja y de un fingido amor, se determinan a perder lo que después no se puede recuperar! ¡Por grande desdicha paso, pues cuando en esta aflicción apetezco lo que otros aborrecen, que es la muerte, no quiere venir a dar fin a mis penas y alivio a mis cuidados!»

     Visitóla aquella amiga por cuya casa don Fernando entraba a la suya, y aunque la procuraba consolar cuanto podía, era tanta su pena, tan grande la causa y tan lejos su remedio, que eran en balde los consuelos, pues éstos se fundaban en esperanzas, y aquí no las había sino muy largas y fundadas en una muerte, que era en la de la esposa que don Fernando elegía. Poner impedimento en el consorcio era el mejor remedio, mas un empleo tan oculto sin haber precedido a él cédula ni testigos más que una criada, ¿qué fuerza había de tener para impedir la intención de don Fernando? Que castigó muy de contado el delito de doña Isabel, para que escarmienten las que se arrojan a dejarse galantear a un tiempo de dos, no advirtiendo cuánto llegan a perder de su fama y opinión, siendo burladas, como se ve en el ejemplo presente. El remedio último que doña Isabel eligió fue resolverse a entrarse monja en el Monasterio Real de la Zaydía, y así lo ejecutó allí a tres días que supo el casamiento capitulado de su riguroso galán. Novedad pareció a Valencia ver tan presta mudanza en esta dama, cuando la juzgaban tan amiga de hallarse en todas fiestas, tan alegre en todas conversaciones y, finalmente, tan del siglo; atribuyeron todos esto, no a lo que pasó, sino a que Dios tiene muchos caminos por donde llama a los suyos.

     Esa señora escogió mejor Esposo, y así, con Él vivió contenta lo que duró su vida. Don Fernando nunca tuvo sucesión, sino pleitos, empeños y pesares no viviendo muy gustoso con su esposa. Sólo quien tuvo felicidades con la suya fue don Alejandro, pues le dio Dios hijos y muchos aumentos de hacienda.»

***

     Aquí tuvo fin la novela, que duró hasta que llegaron al fin de la jornada de aquel día. Alabaron todos al licenciado Monsalve su bien escrita novela, diciéndole Ordóñez: «Si como la muestra que hemos oído es lo demás del libro, desde luego le prometo a vuestra merced que sea bien admitido en todas manos y que tenga buen expediente. No le perdonamos a vuestra merced las novelas que faltan, para que así tengamos entretenida jornada.» Agradeció Monsalve el favor que Ordóñez y todos le hacían, y ofrecióles que cuando faltase materia a la conversación lo supliría él con leerles otra novela, hasta que se acabasen, no causándoles enfado. Todos aceptaron el ofrecimiento muy gustosos. Con que habiendo llegado a la posada, eligió cada uno aposento, donde se retiraron a cenar y a dormir luego, por haber de madrugar esotro día.

     Por sus jornadas llegaron a la antigua ciudad de Córdoba, una de las principales ciudades de la Andalucía, y cabeza que fue de reino en tiempo que a España la ocuparon moros; su llegada a esta ciudad fue al anochecer, pues un tiro de ballesta antes de llegar a sus muros sucedió que habiendo salido dos hidalgos al campo desafiados, el más desgraciado cayó en el suelo herido de dos estocadas penetrantes, con que el contrario le dejó y se fue a poner en salvo; pedía el herido confesión a voces al tiempo que el coche emparejaba con él; como el licenciado Monsalve era sacerdote y confesor, obligóle a salir del coche, acompañado de Garay y de la señora Rufina, que quiso aquí, sin ser menester, salir a ver el herido; acudieron a él y a tan buen tiempo Monsalve, que le pudo dar materia para caer sobre ella la forma de la absolución, y luego perdió el habla, quedando en brazos de Garay. Volvióse Monsalve al coche, y, llamando a Rufina, no quiso dejar a su Garay solo, con lo cual, descortésmente, partió el coche y los dejó allí, enviándoles a decir los que iban en él adónde se habían de apear con el mozo del cochero, cosa que sintió mucho Rufina, la cual quedó acompañando a Garay, que, viendo aún con sentido al herido, le ayudaba a bien morir, diciéndole que se encomendase de corazón y muy de veras a Nuestro Señor; mas él estaba tal, que en sus brazos perdió pronto la vida. Confusos se hallaron en ver qué harían de aquel cuerpo, cuando a este tiempo llegó la justicia, y como viese al difunto en los brazos de Garay, desde lejos, y a una mujer allí con ellos, y antes hubiese entendido que habían salido dos hombres desafiados, pensó que Garay era uno de los del desafío, con que le agarraron dos corchetes que acompañaban a un alguacil de la ciudad, y él les mandó que le llevasen luego a la cárcel, encomendando al alcaide que tuviese mucho cuidado con aquel preso, y él se llevó también a Rufina presa a su casa. Disculpábanse los dos con la verdad; mas el alguacil, que se presumía que por Rufina habían salido al desafío, no hacía caso de sus disculpas, diciendo que como probasen ser así lo que afirmaban saldrían libres. Dejó a Rufina en su casa y fue luego a dar cuenta al Corregidor del caso, diciéndole cómo aquel hidalgo había muerto en el campo, y que le había hecho traer a la ciudad y preso al homicida y a una mujer, sobre quien sospechaba había sido el desafío; mandó que la mujer se la trujesen a su casa, y fue hecho al punto.

     Estaban con el Corregidor algunos caballeros, y con ellos un ginovés rico, gran mercader de por grueso, que había venido a un negocio suyo; pues como viesen a Rufina con tan buena cara y talle, todos se pagaron della, en particular el ginovés, que era enamoradizo. Estaba Rufina afligida de ver que se le hiciese aquella extorsión caminando, con que era fuerza si se detenían esotro día perder aquel viaje. Hízole el Corregidor, con su Teniente, que ya había llegado allí, algunas preguntas acerca del desafío y la muerte, y lo que a ellas respondió fue que no sabía nada de aquello, que ella venía de Sevilla caminando para Madrid en un coche, en compañía de otras personas que estaban en la posada, que señaló, y la habían avisado, y que vieron pedir confesión a un herido, saliendo del coche a confesarle un clérigo que venía con ellos, un tío suyo, anciano, y ella. Resolvieron, por ser tarde, dejar para otro día la información de todo, mandando el Teniente que a los del coche se les avisase que no partiesen esotro día de Córdoba hasta serles ordenada otra cosa. Con esto se volvió Rufina a la casa del alguacil, que se la dieron por cárcel, acompañándola el ginovés aficionado, por ser su casa en la misma calle, y cuando no lo fuera hiciera lo mismo: tanto se había pagado de la moza; al dejarla en casa del alguacil se le ofreció con grandes veras, y ella le agradeció el que pensaba que era cumplimiento.

     Con la pena de verse allí le dio a Rufina una calentura, de modo que fue principio de unas penosas tercianas.

     El día siguiente examinaron a los del coche y todos dijeron la verdad, conformando con lo que había dicho Rufina, con que dieron a Garay libertad con más luz de haber sabido quién fue el homicida, porque los que se hallaron al principio del desafío depusieron en esto. Fue luego Garay a verse con Rufina, sintiendo mucho su indisposición, esforzándola a que se animase para ponerse en camino; mas el médico que fue llamado para verla la aconsejó que si no quería perder la vida no se moviese hasta estar libre de su calentura. Con esto fue fuerza partirse el coche con la demás compañía, dejando allí la ropa de Rufina, la cual hubo de pagar al cochero lo que mandó la justicia, que si no fue por entero, fue alguna parte.

     No se descuidó el ginovés en acudir a ver a la forastera en casa del alguacil, a quien comenzó a regalar con mucho cuidado y puntualidad; y era mucho para él, porque podía muy bien ser segunda parte del sevillano Marquina; mas el amor hace de los miserables generosos, como de pusilánimes alentados. Bien estaría Rufina en la cama quince días, en los cuales no dejó ninguno de tener visita del señor Octavio Filuchi, que así se llamaba el enamorado ginovés, y después de visitarla venía el criado con un regalo, o de dulces o alguna volatería, con que el alguacil y su mujer se daban por contentos por lo que participaban de todo.

     Convaleció la dama, y para hacerlo mejor nuestro ginovés le ofreció un jardín y casa que estaba en la verde margen del claro Guadalquivir. Aconsejóla Garay -a quien llamaba tío- que aceptase el envite, porque había conocido afición en aquel hombre y sabía tener mucho dinero, con que se esperaba otra presa como la de Marquina. Con este consejo Rufina estimó la oferta que le hacía, y así, se dispuso el pasar allí hasta hallarse con fuerzas para caminar. No quiso el ginovés que se supiese en Córdoba haberle llevado a su quinta, por no dar nota a la ciudad y ocasión a la justicia para visitarle su casa, y así dispuso, con beneplácito de la dama, que Rufina fingiese partir de la ciudad y proseguir su comenzado camino; hízose así a prima noche, que trujeron mulas, y ella y Garay, con el mozo y dos acémilas con la ropa, partieron camino de Madrid por deslumbrar los ojos de curiosos, y después de haber andado cosa de un cuarto de legua volvieron a Córdoba y se fueron a la quinta, que estaba como dos tiros de ballesta de la ciudad; en ella esperaba el señor Octavio Filuchi con una muy gran cena; cenaron alegremente, y allí comenzó el amante ginovés a mostrar más descubiertamente su amor. Era hombre de más de cuarenta años, buen talle, vestía honestamente y había como dos años que era viudo, y del matrimonio no le quedó ningún hijo, habiendo tenido tres; su trato era grueso en todas mercaderías, y a su casa acudían por ellas los mercaderes, así de la ciudad de Córdoba como de las convecinas, porque tenía correspondencias en todas partes. Era un poco codicioso, y aun si mucho dijéramos, hablaríamos con más propiedad; era hombre de caudal, porque tendría más de veinte mil escudos y más de cincuenta mil de crédito; fuera de sus tratos era dado a los estudios, por haber estudiado en Pavía y en Bolonia, con mucho cuidado antes de haber heredado a un hermano suyo, que por morir en España vino a ella a heredarle, y casóse en Córdoba, enamorado de una hija de un mercader de los que compraban de su lonja, y por esta causa se quedó en aquella ciudad.

     Este sujeto, que ha de ser el asunto de nuestra narración, es el que amaba a Rufina, el que la ofreció su quinta para convalecer, el que lo hizo con deseo de conquistar su amor y, finalmente, el que se dispuso a no dejar esta empresa; tanta afición mostró a la hembra. Ella estaba bien advertida por Garay de que el ginovés era ave de quien podía sacar mucha pluma, y pues la fortuna le había traído aquella buena dicha, deseaba no serle ingrata, sino aprovecharse en cuanto pudiese, no dejando pasar ocasión ninguna.

     Por aquella noche no se hizo más que cenar, y cada uno se fue a su rancho a dormir por ser algo tarde; hizo muestras el ginovés de querer irse a la ciudad, mas sus criados le dijeron no lo hiciese por no haber seguridad alguna de noche, que era tiempo de levas y había soldados traviesos, y a vueltas dellos hijos de vecino que se aprovechan destas ocasiones para robar, por parecerles que a los pobres soldados se les ha de echar la culpa de sus insultos, daño que debía remediar la justicia teniendo vigilancia de rondar de noche para averiguar estas dudas, y, caso que se averigüen, castigarlos con severo rigor.

     Quedóse, al fin, allí el ginovés, que no se holgó poco; aquella noche se la pasó toda en vela, discurriendo cómo podría obligar a la huéspeda que tenía, con menos gasto, a que viniese con su voluntad; varias trazas daba, pero la más fácil que él sabía quería olvidar, pues alcanzar amores sin liberalidades es un milagro destos tiempos.

     Vino el día, y habiendo mandado entrar a la convaleciente el almuerzo, la hallaron levantada, cosa que le admiró al ginovés, entrando en su aposento a reñirla aquel exceso y a mirar de camino si aquella hermosura de Rufina debía alguna cosa al artificio; hallóla peinándose el cabello, el cual era hermosísimo y de lindo color castaño oscuro; alabó el ginovés a Dios de haberle dado tan hermosos cabellos, y mucho más cuando, partiendo la madeja por responderle, vio su rostro tan igual en hermosura como cuando se fue a acostar, cosa para enamorar a cualquiera, pues el conocer que su hermosura no tenía nada de mentirosa, sino toda natural y verdadera, que es para el hombre el mayor incentivo de amor.

     Preciábase Rufina poco en inquirir aguas, afeites, blanduras, mudas y otras cosas semejantes con que abrevian las mujeres su juventud, viniendo con todo esto la vejez por la posta; agua clara era con lo que se lavaba, y sus naturales colores, el perfecto arrebol que traía. Venía, pues, el ginovés a ver si gustaba de ver su jardín, y ella estimó su cuidado, y por no mostrársele desagradecida, así como estaba, sin trenzar el cabello, quiso bajar a él; acompañóla Octavio con mucho gusto, dándole el brazo en algunos pasos que había menester su ayuda, y ella, tomándole, vio todo el jardín con particular contento, y por ofender ya el sol se volvió a la casa, donde almorzó, y después de haber hablado en varias cosas quiso ver toda la casa; mostrósela el enamorado ginovés; teníala bien aliñada de cuadros de pintura de valientes pinceles, de lo colgaduras de Italia muy lucidas, de escritorios de diferentes hechuras, de camas y pabellones costosos; en efecto, no le faltaba nada para estar con un perfecto y correspondiente aliño. Después que hubieron visto casi todos los aposentos, abrieron uno que era un curioso camarín correspondiente con un oratorio; aquí había muchas láminas de Roma curiosísimas y de precio, agnusdéis de plata, de madera y de flores de diferentes maneras; el camarín estaba lleno de libros en dorados escaparates puestos; Garay, que era hombre curioso y leído, aplicóse a ver los libros y comenzó a leer sus títulos; en un retirado escaparate había otros encuadernados con alguna curiosidad; estaban éstos sin títulos; abrió uno Garay y vio ser su autor Arnaldo de Villanova, y junto a él estaban Paracelso, Rosino, Alquindo y Raimundo Lulio. Como el ginovés le viese ocupado en mirar aquellos libros, díjole: «¿Qué es lo que mira tan atento, señor Garay?» Él dijo: «Veo aquí una escuela junta de alquimistas, y según la curiosidad con que vuestra merced tiene estos libros, debe de profesar esta ciencia.» «Es así -dijo el ginovés-, que algunos ratos me ocupo en estudiar esos libros. Vuestra merced ¿sabe algo dellos?» « Casi toda mi vida -dijo Garay- he gastado con ellos.» «Según eso -replicó Octavio-, vuestra merced será gran alquimista.» «No le digo a vuestra merced lo que soy -dijo Garay-, dejándolo para más despacio que trataremos desto; sólo sé que fuera destos libros no he dejado de leer y estudiar en ningún autor químico, y conozco razonablemente al señor Avicena, Alberto Magno, Gilgilides, Xervo, Pitágoras, Los secretos de Calido, El libro de la Alegoría, de Merlín, De secreto lapidis y el de Las tres palabras, con otros muchos manuscritos y impresos.» «Solos los manuscritos me faltan -dijo el ginovés-, porque los demás ahí están; mas huélgome que vuestra merced profese esta arte química a que yo soy tan aficionado.» «Bien la sé -dijo Garay, yendo en la malicia de lo que pensaba ejecutar adelante-, mas si le digo una cosa se ha de admirar.» Y llegándosele al oído le dijo en voz baja: «Mi sobrina, sin ser latina, sabe tanto como yo, porque lo práctico lo ejecuta con la mayor presteza del mundo, y desto ha de ver vuestra merced presto las pruebas; pero por ahora no la diga nada, que lo sentirá mucho.»

     No pudiera Garay haber topado camino para engañar al astuto ginovés como aquél, porque era tanta su codicia, que andaba muerto por comenzar a hacer la piedra filosofal, pensando manar en oro y plata con ella, y con tal compañía se dio luego por felicísimo, engaño con que han gastado muchos sus haciendas y perdido sus vidas.

     Cuando esto le dijo Garay a Octavio estaba Rufina ocupada mirando algunos libros curiosos de entretenimiento, que de todos tenía allí el ginovés; pero con su divertimiento pudo oír algo de la plática tocante a la química, y vio cuán gustoso atendía Octavio a lo que sobre ella le dijo Garay, el cual había estudiado en aquella arte y aun perdido alguna hacienda en investigar la piedra filosofal tan oculta a todos, pues hasta hoy ninguno con certeza ha sabido dar en el punto desta incierta arte, y con el desengaño que Garay tenía y poco dinero había conocido su poca certeza y quería desquitarse de lo que perdió en ella con quien no había aún salido deste engaño, que era nuestro ginovés, el cual, con lo que le oyó a Garay, habiéndole creído, se creyó monarca del mundo; lo que le dijo a Garay fue que tenía prevenido en aquella su quinta cuanto era necesario para comenzar aquella experiencia, y así, le mostró en un aposento apartado de la casa hornachas, alambiques, redomas y crisoles, con todos los instrumentos que los químicos usan y gran cantidad de carbón. Para esto halló Garay la mitad hecho para forjar con el ginovés una buena burla, y el mayor fundamento era verle presumido de entender aquellos libros y conocer que sabía poco de aquel arte, pues a alcanzar algo de sus principios no pudiera salir bien con su intento. Por entonces no se trató más desto, aunque el ginovés no quisiera dejarlo de la plática.

     Bajaron a un cuarto bajo de la casa, cuyas ventanas caían a lo más ameno del jardín, y allí les tenían prevenida la mesa; comieron gustosamente, y acabada la comida dio lugar Garay para que el ginovés y Rufina se quedasen solos, y fingiendo sueño fuese a pasar la siesta. En tanto el ginovés se declaró del todo con la dama, ofreciéndola cuanto tenía y poseía en su servicio; ella estimó su voluntad, y por entonces no le dio más que una leve esperanza, mostrándole afable rostro. Había visto una arpa en el camarín de arriba y pidió que se la bajasen, que con la música comenzaba ella a hacer su negocio. Gustó mucho el ginovés de oírla que sabía tocar aquel dulce instrumento, y al punto mandó bajársele, diciendo que su difunta esposa le tocaba con primor y que había como ocho días que trayendo a merendar a unos amigos a su quinta se había encordado. Vino la arpa, y habiéndola Rufina templado con mucha brevedad comenzó a mostrar en ella su gran destreza, que con grande primor tocaba aquel instrumento, dejando admirado al ginovés ver lo diestro que tocaba.

     Ella, para rematarle más, fiada en su buena voz que, como está dicho, la tenía excelente, cantó esta letra.



     Con lazadas de cristal
  dos risueñas fuentecillas,
  en la amenidad de un prado
  abrazos se multiplican.
  La capilla de las aves
  tales paces solemniza,
  y el murmúreo de las selvas
  las aplaude y regocija.
  Lisardo, que mira atento
  amistad tan bien unida,
  cuando vive despreciado,
  dijo cantando a su lira:
  ¡Ay qué dulce vida!
  ¡Ay qué amor suave!
  ¡Ay qué gusto sin celos!
  ¡Ay qué firmes paces!
  Fuentecillas que hacéis amistades,
  si saliere al prado Belisa poneos delante,
  porque olvide rigores,
  que es quietud de las almas unión conforme.



     Rematado quedó el enamorado Octavio oyendo la suave y regalada voz de Rufina; le exageró su dulzura y juntamente su gran destreza, y no era encarecimiento de amor, que en uno y en otro tenía particular gracia; ella, mostrando colores en el rostro mintió vergüenza donde no la había, y dijo: «Señor Octavio, esto he hecho por divertiros; el celo se me agradezca, que osadía ha sido poner a hacer esto delante de quien tantas voces mejores que la mía habría oído.» «Ninguna puede haber que iguala a la vuestra -dijo Octavio-, y así, quiero que vuestra modestia no sea ofensa de vos misma; preciaos, señora, de lo que el cielo con mano tan franca os ha dado, y sed agradecida a sus favores estimándoos mucho, y creed que mi aprobación no es la peor de Córdoba, que en mi mocedad también cursé el cantar, mas la lengua no me ayuda para cantar letras españolas; las italianas canté razonablemente, y esto a una tiorba, en que soy algo diestro.» Viendo, pues, que Rufina quería dejar la arpa, la suplicó no lo hiciese, y así, volvió a segundar con este romance:



     El Betis con sus cristales
  parias ofrece a las flores,
  porque aumenten la belleza
  al verde espacio de un bosque.
  En las copas de los mirtos
  los pajarillos acordes,
  en su armonía explicaban
  conceptos de sus amores.
  A favorecer los campos
  salió de su albergue Clori,
  envidia de las zagalas,
  prodigio hermoso del orbe.
  Las aguas se suspenden,
  alégranse las flores,
  los vientecillos calman
  y así, todos conformes,
  las aves repiten con dulces voces:
  Huid, huid, temed, temed,
  alerta pastores,
  que pues Clori en el campo sus plantas pone,
  matarán su ojos de amores.



     De nuevo volvió a exagerar el ginovés Octavio la gracia de su querida Rufina, y ella a estimar el favor que le hacía; quiso darla lugar para que reposase un rato la siesta y él se subió al cuarto de arriba a hacer lo mismo.

     Ya Garay había pensado -en el tiempo que le juzgaban durmiendo- por qué parte se le podría hacer a Octavio la herida, y así, sintiendo que se había subido a reposar, salió de su aposento y se fue al de su fingida sobrina; diole cuenta de lo que tenía trazado contra Octavio, siendo capa desto la química ciencia de que tanto se preciaba, ayudándole a desearla saber perfectamente la demasiada e insaciable codicia que tenía, y era así, que le parecía que sabiendo hacer la piedra filosofal -piélago en que tantos han zozobrado- sería oro cuanto en su casa había, y Creso había de ser un pobretón para con él, y Midas, un mendigo.

     Confabuló Garay con Rufina en cosas importantes para que Octavio fuese el paciente y estafado; diole algunos avisos y también por escrito, porque con lo que le había dicho al ginovés de que era persona científica en aquel arte la hallase por lo menos sabidora de los requisitos dél y diestra en saber sus términos; de todo quedó muy advertida Rufina, y para principio del engaño Garay Ia pidió algunos eslabones de una cadena de oro que antes de partir de Sevilla había comprado; era grande y hacíanle pocos falta, docena y media, con que hubo bastante materia para comenzar la empresa. Con éstos se fue Garay a la ciudad, y en una oficina de un platero liquidó aquel oro y hizo dél una barreta pequeña, con que se volvió a la quinta a verse con Octavio, que había dormido, como si no fuera enamorado, hasta poco después que llegó. Comunicó con Rufina lo que traía pensado, y viéndose con el ginovés comenzaron a hablar en varias cosas diferentes de aquella materia; todo de propósito, porque Garay iba con ánimo de que él moviera la plática; y era tanta su codicia que no pasó un cuarto de hora sin venir a tratar de la química en ella. Con más espacio comenzó a hablar Garay, como el que había tratado de aquella engañosa facultad y había salido con las manos en la cabeza, como todos los que la profesan; admiróle a Octavio ver cuán en los términos de todo estaba, porque aunque se preciaba de discípulo de aquella escuela, en lo que le oyó platicar lo reconoció más capaz que él, y así se lo dijo. Quiso acreditarse Garay con el ginovés y dar principio a su embuste con decirle que fácilmente sacaría, para prueba de lo que sabía, oro de otro metal; alegróse Octavio, y con grandísimo afecto le rogó que lo hiciese; Garay le preguntó si había carbón en la quinta y el ginovés le dijo que sí, y mucha cantidad, porque él había querido dar principio a la piedra filosofal.

     Subieron los dos adonde estaba la oficina que habían antes visto, y viendo en ella Garay hornillos, crisoles, alambiques y otros instrumentos químicos, dijo: «De lo que al presente necesitamos ya lo tenemos aquí, que es dos crisoles pequeños.» Hizo subir fuego, y poniendo un poco de azófar a derretir en el uno, lo dejó liquidar, de modo que lo vio allí líquido el ginovés. Sacó una cajuela de la faldriquera Garay, della un papel con unos polvos, que dijo ser lo importante para su intento; echólos en el crisol, y sacándole a la claridad de una ventana, con la mayor presteza que pudo, sin que el ginovés lo echase de ver, vació el azófar líquido por ella y en su lugar puso la barreta de oro, que echó y cubrióla, diciendo al ginovés que importaba estar así media hora; en tanto hablaron de diversas cosas, todas en orden a desear el ginovés hacer la piedra filosofal, porque era tanta su codicia que le parecía que sabiéndola había de ser señor del mundo.

     Vio Garay ser hora de manifestar su trabajo a los ojos del codicioso, y destapando el crisol sacó su barreta dél, mostrándosela a Octavio, que viendo aquello quedó loco de contento, si bien dudoso de que aquello fuese oro verdadero, y así se lo dijo a Garay, el cual se lo dio, para que haciéndolo tocar a un platero conociese que le trataba verdad. Quiso averiguarla Octavio y partióse de la quinta a la ciudad, donde supo ser el oro de veinte y dos quilates, con que volvió gozosísimo. En tanto Garay no estaba ocioso, porque instruyó a Rufina en todo cuanto había menester para salir con su intento.

     Comunicaron todos tres la experiencia que se había hecho, y Octavio, ya más codicioso que enamorado, quería que otro día se tratase de comenzar a trabajar en la piedra filosofal, prometiendo a Garay grandes ganancias, ofreciéndose él a hacer toda la costa, aunque fuesen diez mil escudos; Garay era grande tacaño y llevaba ya pensada la burla con grandes fundamentos, y a la propuesta del ginovés, le dijo estas razones:

     «Señor Octavio, yo tengo casi sesenta años, que es deciros haber pasado lo mejor y más de mi vida. Bien pudiera con lo poco que sé desta arte pasar lo que me queda con tanto descanso como un grande de España sin empeño; esto a costa de muy poco trabajo, porque lo más tengo pasado en mis estudios. Yo carezco de hijos; quien me ha de heredar una razonable hacienda que tengo es Rufina, sobrina mía; con ella y la que heredó de mi hermano, padre suyo, podrá casarse honradamente, con tan principal marido como el que perdió, que era de lo noble de la Andalucía; sin buscar más aumentos para ella, siéndome tan fácil el dárselos, con lo que habéis visto, el no lo usar lleva cierto intento, que os quiero comunicar. En España saben que si no soy yo no hay ahora hombre que sepa la química con más perfección, y han llegado las noticias que de mí tienen a oídos de Su Majestad, y así soy buscado con mucho cuidado por varias partes; mas ha sido tanta mi dicha que he podido librarme de ser hallado, dando a entender que me he pasado a Inglaterra. La causa de huir de las muchas honras que Su Majestad me ha de hacer, no va fundada en santidad y menosprecio de las cosas del mundo, sino en mi razón de estado, que es no querer honra ni favores con la pensión de perder mi libertad para toda mi vida y pasarla disgustadamente en un honesto captiverio. Y declárome con vos más: Su Majestad está hoy con guerras en diferentes partes, cuyo gasto es tan grande que para socorrer su gente, no sólo ha menester sus rentas reales y la flota que le viene de Indias, sino valerse de la ayuda de sus vasallos. Pues si yo fuese hallado de los que diligentemente y con cuidado me buscan, sabiendo que con mi arte puedo remediar esto con mucha facilidad, claro es que en prendiendo mi persona han de dar con ella en una fortaleza que ha de ser cárcel para toda mi vida, pues en ella no tengo de hacer otra cosa que trabajar siempre para aumentar los tesoros de mi rey y darle poder; y este bien se le diera yo por una o dos veces, sino que la codicia en los hombres es tal que no se contentan con lo que tienen aunque sea mucho, sino que anhelan siempre a tener más. Ésta, señor Octavio, es la causa por que ando fugitivo y encubierto, y debéisme el haberos revelado lo que no hiciera a mi hermano que hoy fuera vivo; pero que de vuestro valor y secreto fío el que os encargo, que no lo perderéis de mí.»

Agradeció Octavio a Garay haberse declarado con él con tanta amistad, de la cual se hallaba tan feliz que le parecía le podían envidiar todos los del mundo. Lo que le respondió fue que fundaba su razón de estado bien, y que para vivir preso, por temor de que no se pasase a servir a otro rey, la excusaba juntamente con andar encubierto. Exageróle cuánto le estimaba y deseaba servir, y que no tenía que le ofrecer más que su hacienda, que della podía servirse desde aquel día como cosa propia suya, pero que lo que le suplicaba era que, pues había comenzado a dar muestra de su habilidad, no se partiese de Córdoba sin dejarle luz della. Esto le ofreció Garay, diciéndole que cosa tan preciosa como el oro no se hacía menos que costando oro a los principios, y que así, le avisaba que había de ser grande el gasto para hacer la piedra filosofal, que si quería disponerse a que él la hiciese con partición de la ganancia, que no le estaría mal.

     El ginovés, que no deseaba otra cosa, le ofreció gastar cuanto tenía en ello, y Rufina, de ayudarles, porque de la enseñanza de su tío se le entendía a ella algo «y aun mucho», replicó Garay.

     Quedó, pues, de concierto, que de allí a dos días se daría principio a la obra, proponiendo que el principio del elixir divino -así llaman los químicos al todo de su transmutación- se forma de la congelación del mercurio con el napelo, con la horra, con la cicuta, con la lunaria mayor, con la orina, con el excremento del muchacho bermejo, lambicado con los polvos de áloes, con la infusión del opio, con el unto del sapo, con el arsénico y con el salitre o sal gema y que él lo pensaba hacer con la orina del muchacho bermejo, la cual encomendó a Octavio le buscase con diligencia, que era más a propósito que ninguna cosa. Él se ofreció a buscarla, y para principio a la obra dio quinientos escudos a Garay, porque éstos dijo haber menester para cosas preciosas que se habían de comprar, y esta liberalidad hizo el ginovés así por el interés que se le seguía de lo que esperaba poseer, como por haber dormido sobre el caso y pensar casamiento con Rufina, pues teniéndola a ella por esposa, era cierto tener de su parte a Garay y que no le faltaría. No quiso dilatar el publicarle su pensamiento, que aquella noche, acabando de cenar le sacó al jardín y se lo dijo. Parecióle a Garay que iba mejor encaminado su intento por allí, y así le estimó su deseo, exagerándole cuánto ganaba su sobrina en tenerle por dueño suyo; pero que había un inconveniente, que era esperar una dispensación de Roma para poder casarse, porque luego que enviudó Rufina había prometido, con el ansia de perder su esposo, entrarse religiosa, y para relajar este voto, que se hizo apasionadamente, habían despachado a Roma por dispensa de Su Santidad; y que la jornada a Madrid era a cobrar ciertos réditos de un juro que tenía sobre la hacienda de un gran señor, que por poderoso no se le pagaban seis años había; que le daba su palabra que venida la dispensación se trataría luego del casamiento, que él vía a su sobrina muy inclinada siempre a lo que él la ordenase. Con esto quedó Octavio el más contento hombre del mundo, y desde aquella noche fue dueño Garay de cuanto poseía.

     Comenzóse, pues, a forjar la burla comprando Garay algunas cosas que él encarecía valer mucho a Octavio, y todo era engaño; previno nuevas hornachas, nuevos crisoles y alambiques, diciendo que los que allí había no eran a propósito. Esto hizo en tanto que nuestro ginovés andaba buscando los orines del muchacho bermejo, que fueron algo dificultosos de hallar, aunque lo consiguió con dinero, que todo lo allana, porque temiéndose de un hechizo la madre del muchacho quiso que se lo pagasen bien. Todo cuanto Garay dilataba su química cautela era para hallar a propósito disposición de dar el salto a Octavio, y para cuando se ofreciese la ocasión tenía comprados dos valientes rocines, a propósito para huir de Córdoba, y éstos estaban en parte secreta.

     Compuso las distilaciones sobre las hornachas a vista del ginovés; compró alguna alquimia, bronce y azófar, diferentes sales, y otras cosas de lo que los químicos usan, y dando fuego a las hornachas, destilaban lo que se les ponía, que no era nada a propósito, sino sólo para engañar al que gastaba sin orden con la espera de lo que había de resultar de allí. En cuanto a amor, íbale mejor a Octavio, porque con lo propuesto del casamiento, la señora Rufina, por pasar con su engaño adelante le hacía algunos lícitos favores en ausencia de Garay, con que Octavio andaba loco y manirroto.

     Ofrecióse venirle a Octavia una letra de cantidad que hubo de pagar a veinte días vista, y con esto y alguna quiebra de correspondencias que tenía en partes extranjeras, con que temía faltar de todo punto a su crédito si aquello no se componía en su favor; pero por lo que sucediese valióse del remedio que toman todos los hombres de negocios que quiebran, que es salvar los bienes para después hacer la fuga a su salvo. Así, nuestro ginovés, no se dio por quebrado de todo punto, pero iba disponiendo la prevención para si sucediese, que fue lo que le estuvo mejor a nuestra Rufina y a Garay.

     Ocultó algunos bienes de joyas y dineros Garay, en nombre del ginovés, de quien él ya hacía mucha confianza, y la persona que los tenía en depósito estaba avisada que a nadie los entregase sino a uno de los dos; sin esto llevóse otro tanto a la quinta, que a vista de Rufina encerró en un secreto lugar que para fracasos como éste tenía fabricado con mucho artificio, sin que nadie diese con ello si no es que lo supiese.

     Íbase trabajando en la mentida destilación, dándole Garay buenas esperanzas que dentro de veinte días tendría fin aquel trabajo y vería mucho oro en su casa para reparar aquellas quiebras, siendo más de mil escudos los gastados en adherentes químicos, según la cuenta de Garay, no habiendo gastado quinientos reales. Ofreciósele a Octavio en este tiempo llegarse a Andújar a verse con un correspondiente suyo para tratar con él como se sanearían estas quiebras que se esperaban, y encargando a Garay su casa, fue dejarle carne al lobo, porque viendo la ocasión como la pudo desear, sin aguardar a más sacó el depósito de aquella casa que era dinero y joyas, y dejó la plata labrada, y lo que ocultaba la quinta no se quedó en ella, y acomodándolo bien, desampararon Rufina y Garay las hornachas y alambiques, y con su dinero acrisolado hicieron la piedra filosofal a costa del ginovés ausente.

     Pusiéronse a caballo en ocasión que la gente de Octavio dormía, y tomando el camino de Málaga, que sabía muy bien Garay, caminaron por él toda la noche, con más de seis mil ducados en joyas y dineros. Tuvieron advertencia de dejar las hornachas puestas, y los crisoles y alambiques armados y todo a punto, y encima de un bufete un papel que escribió Garay en verso, que los sabía hacer, para que con más picazón quedase Octavio. Con esto, como está dicho, se partieron a media noche en sus rocines, que ya habían traído a la quinta, desviándose del camino real, adonde los dejaremos ir su viaje, ricos y prósperos a costa del paciente, por decir lo que sucedió.

     Volvió Octavio de Andújar de allí a dos noches, no muy gustoso por no haber negociado como quisiera, porque el agente no halló modo como guiar aquellas casas para prevenir el daño que esperaban por la quiebra de correspondencia y de caudal; pero lo que a nuestro ginovés le consolaba más era tener en Garay fundadas esperanzas de que saldría con su empresa de modo que todo aquello se remediase y él quedase riquísimo; tan ciego le tenía su química quimera. Llegó a la quinta ya de noche, y halló en ella un criado suyo que en compañía de Garay y Rufina había dejado, que los demás estaban en Córdoba; y éste le recibió con un semblante muy triste y hallándose con él arriba, sin ver mudanza en él de semblante, le preguntó con alguna alteración, temiendo que hubiese novedad, por sus huéspedes; dellos no le pudo dar razón alguna el criado porque no los vio partir de la quinta, que le dejaron durmiendo y cerrado en su aposento; así se lo dijo a su amo, y que por ser fuerte la puerta no la pudo abrir hasta que la hizo pedazos, estorbándose en esto hasta medio día. Buscaron lo que por allí habla y hallaron los cofres descerrajados y su dinero menos. No era esto lo que más temía Octavio, sino que hubiese Garay llegado a su depósito. Al entrarse a acostar, poniendo él mismo la luz sobre el bufete donde estaba el papel, le abrió y vio en él escrito este romance:



     Alquimistas mentecatos,
  más codiciosos que ricos,
  que en multiplicar hacienda
  ponéis todos los sentidos,
  la piedra filosofal
  que tanto habéis pretendido
  para convertir en oro
  todo metal menos fino,
  enseña el doctor Garay
  en el orbe protoquímico,
  que vive ya escarmentado
  si pecó de motolito.
  Éste, siguiendo la escuela
  de Arnaldo, Xervo y Rosino,
  Paracelso, Morieno,
  Raimundo, Avicena, Alquindo,
  con otros varios autores
  que eminentes y eruditos
  se quemaron las pestañas
  por parecer entendidos,
  desentrañando los senos
  de su bien pensados libros
  en el fin de sus estudios
  supo lo que en el principio.
  Y así, después de gastar
  tiempo que dio por perdido,
  sólo el santo desengaño
  le curó de su delirio.
  Lo que enseña desta ciencia
  en que tan docto ha salido
  es a escapar deste daño
  y a huir deste peligro;
  y porque los anhelantes
  que siguen su laberinto
  no se queden sin vejamen
  les pide atentos oídos.
  Hombres de cascos baldados,
  ligeros de colodrillo,
  que para mofa de todos
  traéis al sesgo el juicio,
  ¿en qué fundáis la intención?
  ¿en qué estriba ese capricho
  que corrupción de materias
  engendren oro subido?
  ¿Putrefacción de excrementos
  ha de producir al hijo
  del sol, que navega a España,
  de donde lo inquiere el indio?
  ¿De cicuta ponzoñosa,
  del opio, veneno impío,
  ha de formarse un metal
  del mundo el más pretendido?
  El arsénico y lo graso
  del oso ¿han de ser principios
  de generación tan noble?
  ¿No miráis que es desatino?
  Si a interpretar jerigonzas
  de vocablos inauditos
  andáis de autor en autor,
  ¿no veis, no veis que ellos mismos,
  cuando se dieron al ocio
  de su estudios prolijos
  para desvelo de necios,
  escribieron en guarismo?
  Porque a saber ser verdad
  lo que tanto habéis creído
  con lo oscuro, ¿no os hicieran
  escolásticos del Limbo?
  Lo enigmático y dudoso
  pretendiendo ser Edipos
  ¿queréis deslobreguecer
  cayendo en mayor abismo?
  Si creéis que por verdad
  afirmaron los antiguos
  que la química era ciencia
  importante a los nacidos,
  ¿no echáis de ver que en el modo
  de vocablos exquisitos
  para más desatinaros
  huyeron del Calepino?
  La virtud transmutativa
  llamaron ¡ved qué delirio!
  polvo, piedra, cuerno, ungüento,
  elixir, y otros distintos
  nombres, para que la escuela
  que inquiere transmutativos dando,
  en temas de locura
  multiplica desvaríos.
  Lo que os manda ejecutar
  en los términos precisos
  ¿no veis que echa bernardinas,
  pues son sus vocablos mismos
  denso, raro, ánima, cuerno,
  volátil, ingenuo, fijo,
  formas materias, purezas,
  duro, blando, puro, mixto?
  Los humos de que se vale
  son calcantes, litargirios,
  magnetos, férreos y talcos,
  calaminas, salcatinos;
  a los cuerpos de las sales
  los llaman nombres de espíritus:
  halepingüedo, baurat,
  tucar, coáguio, vitro;
  al azogue, que es el norte
  en quien fundan sus principios,
  llaman Mercurio, Favonio,
  Equato, Eufrate, Unitivo;
  a la plata, luna, reina,
  incineración, lucinio,
  nigredo, calcinación,
  hipóstasis femenino.
  Y vosotros, para usar
  de aquellas cosas solícitos
  andáis siempre entre crisoles,
  bacías, fuelles, hornillos,
  baños, morteros, cedazos,
  parrillas, copelas, vidrios,
  alambiques, cazos, ollas,
  fuego, cazuelas, librillos,
  tan tiznados y ahumados,
  tan quemados y curtidos,
  que parecen en los rostros
  a los sulfúreos ministros.
  Que el escarmiento en los necios
  que siguieron tal camino
  no os libre de mentecatos
  es de lo que más me admiro,
  pues buscando incertidumbres
  apurados de juicio
  empeñadas las haciendas
  y de caudales falidos
  andáis más pobres que andan
  vagabundos peregrinos,
  gramáticos y poetas,
  entre quien pocos se han visto
  con caudal, y así, vosotros
  de la razón fugitivos,
  disipáis todos los vuestros
  emprendiendo desatinos.
  Tu, Octavio, con tanto amor
  como codicia, has venido,
  confiado en este embuste,
  a ver vanos tus designios,
  si bien quien éste te escribe
  bien con el suyo ha cumplido,
  pues de palabras de viento
  a sacar moneda vino.
  ¿Qué piedra filosofal
  hay, de quien se haga oro fino,
  como de un fingido engaño
  y un amoroso cariño?
  El mío halló su provecho
  y la moza hizo su oficio,
  que es fingir amor en quien
  estafado della ha sido.
  Ahí quedan las hornachas,
  los alambiques y vidrios;
  la recepta de hacer oro
  ésa la llevo conmigo.
  Si te pareciere bien
  estafa a otro motolito,
  porque pague con tu engaño
  lo que te hemos ofendido;
  porque cobrar tu moneda
  con las armas de Filipo,
  tus ojos no lo verán
  por los siglos de los siglos



     No tardó poco el engañado ginovés en leer los versos satíricos que sus fugitivos huéspedes le dejaron; luz tuvo de ser ellos los autores del robo, mas no la halló para topar con ellos. Aquella noche la pasó cual puede considerar el discreto lector de quien se vía en víspera de quebrar y sin remedio de soldar su quiebra y estafado o robado. No perdió la esperanza, así de hallar en Córdoba el depósito intacto, como de alcanzar a los robadores de su moneda; vuelcos daba por la cama, y no lo causaba el amor de la tacaña Rufina, que ya se le había quitado con la falta de su moneda, sino el haberla perdido engañado de un embustero socarrón; allí maldijo los principios de su química, aunque debiera echarlos bendiciones, pues le atajaron con la burla que prosiguiera su intención.

     Apenas vio el día cuando levantándose a toda priesa fue luego a la ciudad y a la casa del depositario de su hacienda, y preguntándole si había acudido allí Garay le respondió que sí, y se había llevado cuanto en su poder tenía, siguiendo el orden que le había dado de entregárselo si viniese. En poco estuvo el desesperado ginovés de no quedarse allí muerto de pena; hizo demostraciones de sentimiento, tantas, que a no saber la causa, el depositario le tuviera por falto de juicio. Consolóle lo mejor que pudo, y consejóle cuánto le importaba que luego se hiciesen apretadas diligencias en buscar a los delincuentes; hizo cuantas pudo a costa de su dinero, que le llevaron comisarios despachados con requisitorias por varios caminos, pero el que llevaban Garay y Rufina era tan extraordinario que no dieron con ellos, y así se volvieron a Córdoba a cobrar los salarios de quien les había despachado, con que fue añadir gasto al robo.

     Dilatóse luego por toda la ciudad, con que a otra letra que le vino al ginovés hubo de ausentarse por no la aceptar, y dar consigo en Génova, con lo que pudo salvar de su moneda y hacienda, dejando a sus acreedores a la luna de Valencia, sin hallar bienes de qué cobrar sus deudas y créditos que le habían dado; paradero ordinario de los que abrazan mucho con poco caudal, fiados en que con la fuga se libran destos lances.

 

 

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