Geoffrey Chaucer

CUENTO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO

PRESENTACIÓN

Apreciado lector, he aquí una historia maravillosa de hornos y retortas. Espero te ilustre acerca de los peligros acechantes a los amantes de la ciencia que, enamorados de las palabras misteriosas y casi mágicas vomitadas a porfía por los sopladores y pseudo-maestros, queman sus esfuerzos e ilusiones en cocciones estériles. Los hierofantes espurios de la ciencia del divino Hermes continúan hoy como ayer embelesando las almas de los confiados que lo entregan todo a cambio de la más rotunda nada. ¡Ah, señor! ¡Qué lejos queda para esos músicos pillos la humildad y discrección de los auténticos ayos! ¡Cuántas fortunas habrán lapidado los hijos de la mentira! Lo único que son capaces de transmutar, si se les da tiempo, es la fe de sus discipulos en el arte de la alquimia. Geoffrey Chaucer nos pone en guardia acerca de estas gentes que cambian de discípulos y mecenas como las abejas de flor; que lucen siempre erguidos en posición hierática, siempre alardeando de grandeza, zanjando a diestro y siniestro y jactándose de conseguir lo increíble. Ayer se les antojó provocar una inmensa aurora boreal; hoy curan todas las enfermedades con un poco de rocío rectificado.... “filosóficamente”, por supuesto; mañana ¿Sabe alguien con qué otros prodigios nos asombrarán?. Desde luego para fábulas preferimos las de Chaucer, y más concretamente ésta del criado del canónigo, verdadera novela ejemplar que hemos recogido del bello libro “Los Cuentos de Canterbury” (siglo XIV). Disfrutad y reíd.

José Rodríguez Guerrero

 


 
 

PRÓLOGO AL CUENTO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO

Luego que la vida de Santa Cecilia fue terminada y antes de que cabalgásemos cinco millas, un hombre nos alcanzó en Doughton-Underblean. Vestía hábitos negros, debajo de los cuales llevaba blanco sobrepelliz. Su caballo, un rucio rodado, sudaba que daba espanto ver y parecía haber sido espoleado durante tres millas. También el corcel del criado de aquel hombre estaba tan sudado que apenas podía proseguir su camino, la espuma le cubría por entero, salpicando al jinete de tal modo que parecía una urraca. Sobre su grupa extendíase una doble alforja de cuero y su equipo era ligero, de tal suerte que parecía preparado para viajar en verano. Yo me pregunté quién sería, hasta que noté que llevaba cosida la capa a la capucha, por lo cual, luego de reflexionar algún tiempo, llegué a la conclusión de que era Canónigo de alguna clase. Colgábale el sombrero de la espalda, atado de una cinta, y, en verdad, que no cabalgaba ni al paso ni al trote, sino que galopaba como un loco. Llevaba, para librarse de el sudor, una hoja de bardana en la capucha, con lo cual mantenía fresca su cabeza; sin embargo, sudaba que daba gusto ver, pues su frente destilaba como un alambique lleno de llantén y parietaria.
Apenas hubo llegado exclamó:
-¡Dios guarde a esta alegre compañía! Mucho he galopado por causa vuestra, pues quería alcanzaros para cabalgar con este feliz concierto.
Su criado era también de lo más cortés.
-Señores -dijo-, esta misma mañana os he visto salir de la hostelería, y así se lo he dicho a mi señor, el cual siente vivos deseos de divertirse con vosotros, pues que él gusta de la chanza.
Y el Hostelero dijo:
-Amigo mío has hecho bien en decir esto a tu amo, porque ciertamente parece hombre de ingenio y divertido, o así lo creo yo, por lo que, quizá podría alegrar esta compañía con un cuento o dos.
-Si os referís a mi amo -dijo el criado- de cierto que sabe más cuentos y juegos de los que hacen falta. Confía en mi señor; si le conocieras como yo le conozco, os quedaríais sorprendido de la habilidad y destreza que demuestra en todos los asuntos. Grandes proyectos ha emprendido, los cuales muy difíciles serían, para los que están aquí, de llevar a cabo, a menos que él os enseñara. Porque, aunque aquí, cabalgando entre vosotros, parezca un hombre común, de conocerle, podríais sacar de él gran provecho. Y aún arriesgo cuanto tengo a que no renunciaríais a su trato ni a cambio de muchos bienes. Por todo lo cual, yo os prevengo de que él es ciertamente hombre de gran distinción y verdaderamente eminente.
-Bien hablas -dijo el Hostelero- pero dime: ¿es clérigo o no? Y, en caso contrario, explica lo que es. -En verdad que es más que clérigo -repuso el criado-. En pocas palabras os relataré su arte. Y así os digo que mi amo posee tantos conocimientos secretos (los cuales, ciertamente, no aprenderéis de mi, aunque yo le ayude algo en su trabajo), que podría levantar todo el suelo por el que vamos cabalgando hasta la ciudad de Canterbury para, a continuación, empedrarlo de oro y plata.
-¡Dios os bendiga! -exclamó el Hostelero al oír esto-. Sin embargo extraña me parece a mi esa maravilla a juzgar por la apariencia de tu amo, pues hombre tan ingenioso debiera cuidar mejor su aspecto. Porque, en verdad, su abrigo no vale un ardite y está sucio y roto. Y maldito sea si miento. Mas decidme, si podéis, ¿por qué tu amo, pudiendo comprar buenas ropas, va tan desaliñado?
-¿Para qué me preguntas? -dijo el criado-. Así Dios me valga, él nunca medrará. Pero de esto nada diré, así mejor será que vosotros guardéis secreto. Según yo creo, mi amo es demasiado sabio;  el término medio es el justo, según dicen los doctos, y quien pasa de él está en un error. Por esto yo tengo a mi amo por loco y necio. Cuando a un hombre le sobra ingenio a menudo abusa de él; y éste es el caso de mi amo, que yo deploro grandemente. Que Dios le remedie... y esto es todo lo que puedo deciros.
-No te preocupes, buen criado -dijo el Hostelero-; pero ya que conoces la ciencia de tu amo, déjame que te ruegue nos digas lo que hace y nos cuentes sus tretas y artimañas. Mas dime también donde vivís, si es que puede saberse.
-En los arrabales de la ciudad -respondió el criado-, escondidos en rincones y callejones sin salida, allí donde ladrones y rateros medran ocultos y temerosos, sin levantar cabeza, allí vivimos nosotros.
-Decidme ahora -preguntó el Hostelero-, ¿por qué está tan descolorido vuestro rostro?
-¡Por San Pedro! -exclamó el criado-. La mala suerte ha sido. Estoy tan acostumbrado a soplar el fuego que esto, supongo, ha cambiado el color de mi rostro. Yo no suelo mirarme en los espejos, sino que fatigosamente trabajo en intentar transmutar metales. Nosotros andamos siempre desviados y contemplamos el fuego sin parar, pero a pesar de toda nuestra esperanza jamás logramos nuestro deseo. A muchos engañamos y a otros pedimos prestado, algo como una libra o dos, o diez, o doce y aún mayores cantidades, y así les hacemos creer que doblaremos su dinero al menos. Pero todo es falso, porque, aunque nuestros deseos son buenos, no pueden realizarse, y desde luego no por falta de ensayos. Sin embargo, la ciencia de la alquimia está tan lejos de nosotros que no somos capaces de alcanzarla, y, digamos nosotros lo que sea, ella acaba siempre por deslizarse hasta que nos convierte en mendigos.
Mientras de esta suerte parloteaba el criado, acercose el Canónigo y oyó cuanto decía. Porque aquél era un Canónigo suspicaz, el cual siempre creía oír a la gente hablar mal. Pues según Catón, “los culpables creen ser el sujeto de toda conversación”. Por esta misma razón, el Canónigo quiso escuchar lo que el criado hablaba.
-Guarda silencio -le dijo-. Si pronuncias otra palabra lo pagarás caro. Me estás calumniando delante de esta gente y, aún más, osas decir lo que debieras guardar secretamente.
-Ea -dijo el Hostelero-, sigue adelante sea lo que sea, pues las amenazas de tu señor no valen un ardite.
-Por mi fe que poco caso le hago - repuso el criado.
Y cuando el Canónigo vió que no había solución y que el criado revelaría todos sus secretos huyó lleno de vergüenza y aflicción.
-¡Ah! -exclamó el criado- Ahora habremos diversión, y después que él se ha ido yo os diré todo lo que sé, y, que el demonio lo mate, porque yo no pienso trabajar con él por más tiempo, así me ofrezca peniques o libras. Tormento y vergüenza caigan sobre él. Él fue quien me metió en este baile, que no ha sido baile para mi, estad seguros; esto es lo que yo pienso, piensen lo que sea los demás. Y, sin embargo, a pesar de todo el dolor, miseria y aflicción que ello me trajo, jamás lograré apartarme de esto. Dios me conceda ahora inteligencia para relataros todo lo que pertenece a esta ciencia y, como mi señor se ha ido nada me retendrá y os diré cuanto conozco.

 

 

CUENTO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO

 

Siete años he vivido con este canónigo y nada he aprendido de su ciencia. Ella me ha despojado de mis bienes. Dios sabe que, como conmigo ha hecho con muchos otros. Antes yo era alegre y jovial, y en el vestir elegante, por lo cual usaba de finos adornos; mas ahora, vedme cubierto de andrajos. Mi tez, que era fresca y encendida, ahora pálida es y de color ceniza. Y así a todo el que se dedique a la alquimia le sucederá igual. Por todo este trabajo mis ojos se hallan ofuscados. Ved lo que se consigue con la alquimia. Esa ciencia escurridiza me ha dejado tan desnudo que nada me queda en ninguna parte. Y encima está el hecho de que tengo tantas deudas por el oro que he pedido prestado, que por mucho que viva jamás lograré pagar. Dejad que yo sea una advertencia para todos. Quien quiera que empiece está listo, porque no podrá apartarse de este arte y, así Dios me ayude, nada sacará de él, sino la bolsa vacía y los sesos rotos. Y cuando, por su locura o necedad haya perdido sus bienes en este juego arriesgado, entonces animará a otras gentes a que pierdan los suyos. Porque los bribones se alegran siempre de que alguien les acompañe en su desgracia. Pero esto no hace el caso, y ahora os hablaré de mi trabajo.
Cuando nos hallamos en el lugar donde practicamos nuestro misterioso arte, por los términos que empleamos y por nuestro aspecto, parecemos muy sabios; yo soplo el fuego hasta que mi corazón estalla. Mas, ¿para qué diré todas las proporciones e ingredientes? Como cinco onzas de plata pura, o seis, o quizá más, ¿y para qué he de preocuparme en manifestaros sus nombres, como oropimente, huesos calcinados y escamas de hierro molidas en polvo muy fino? ¿O describiros como son todos puestos en un puchero de barro, en el cual se han echado previamente sal y pimienta, todo lo cual, además se otras cosas, se cubre bien con llantén para que no pueda salir nada de aire? Entonces se regula el fuego, a veces moderado, otras muy vivo, y empezamos a volatilizar las materias, a amalgamar y calcinar el azogue, llamado también mercurio crudo, con lo cual empiezan también nuestras angustias y preocupaciones.
A pesar de todos nuestros esfuerzos jamás logramos tener éxito, ni el oropimente, ni el mercurio sublimado, ni el litargirio molido de piedra de pórfido, todo ello en determinadas onzas, de nada nos sirven, ni tampoco los vapores que se desprendes, ni el residuo sólido son de ninguna utilidad en nuestro trabajo; por lo cual, toda nuestra labor y nuestras fatigas se pierden, así como nuestro capital. Que el diablo cargue con todo.
Muchas cosas son las que pertenecen a este arte; sin embargo, aunque soy hombre ignorante, os las diré a medida que me vengan a la memoria, aun a pesar de que no sepa colocarlas según su clase: bolo arménico, verdín, bórax y vasijas hechas de tierra y vidrio: vasos, retortas, destilatorios, redomas, crisoles, sublimatorios, curcúbitas, alambiques y otras cosas parecidas que no valen una mosca. No hace falta repasar todas nuestras sustancias, como aguas bermejas, nuéz da agalla, arsénico, sal amoníaco y azufre; y también podría decir numerosas hierbas como la agrímona, la valeriana, la lunaria y otras. Nuestras lámparas arden día y noche para nuestro trabajo; tenemos hornos para calcificación y albificación del agua, cal viva, greda, clara de huevo, polvos diversos, cenizas, estiércol, orines, receptáculos con cera, arcilla, salitre, vitriolo; varias lumbres de leña y carbón; potasa, álcali, sal preparada, sustancias quemadas, coágulos, arcilla mezclada con pelo de caballo o humano, aceite de tártaro, alumbre, levaduras, cerveza nueva, tártaro en bruto, rejalgar, y otras sustancias absorbentes o de incorporación; nuestra plata viva vivificada y nuestra fermentación o cementación, nuestros moldes, probetas, tubos de ensayo y muchas cosas más.
Os repetiré, tal como me fueron enseñados, los cuatro espíritus y siete cuerpos en su justo orden, como a menudo oí decir a mi maestro: el primer espíritu es el azogue, el segundo el oropimente, el tercero la sal amoníaco y el cuarto el azufre. Y ved ahora los siete cuerpos: el oro, que es el Sol; a la plata la llamamos Luna; al hierro, Marte; al azogue, Mercurio; al plomo, Saturno; al estaño, Júpiter; y al cobre Venus, válgame Dios que es así.
Nadie que se ocupe en esta maldita ciencia tendrá jamás bastantes bienes. El que quiera invertir un penique en ella, ese penique perderá sin duda. Quien desee proclamar su locura, que venga y aprenda alquimia. Mas, si tienes dinero, entonces ven y aprende a transmutar. ¿Pensáis a caso que es fácil de aprender? Bien sabe Dios que no, pues aun cuando seáis monjes o frailes, curas o canónigos, o cualquier otra cosa, y así os sentéis día y noche sobre vuestros libros estudiando este arte funesto y maravilloso, todo será en vano y de nada os servirá. Enseñar este arte aun ignorante no puede hacerse; mas sea éste un letrado o no el resultado es el mismo, y por mi salvación puedo jurar que todo el que estudia alquimia acaba mal.
Pero, se me olvidaba, sin embargo, enumerar las aguas corrosivas, las limaduras, las modificaciones de los cuerpos, los aceites, las abluciones y metales fusibles, mas como la lista de ellos excedería la de cualquier libro, será mejor que deje todos estos nombres, pues con los que llevo dichos basta para evocar al peor demonio del infierno.
Todos buscamos con ansia la Piedra Filosofal, llamada también elixir. De tenerla, seríamos rico, pero yo declaro ante Dios, Que pese a toda nuestra habilidad y destreza nunca viene a nosotros. Por ella hemos derrochado nuestros bienes y de cierto nos volveríamos locos por el pesar si la esperanza no aliviara nuestros corazones con el pensamiento constante de que, al cabo, ella, después de tan largos sufrimientos vendrá a recompensarnos. Penosas y firmes son estas esperanzas y suposiciones, porque os advierto que ellas no tiene fin. Y así, confiado en tiempos futuros, hace que el hombre se desprenda de lo poco que le queda. Sin embargo todo es poco para este arte, pues su atractivo es tal, que de tener una sola sábana con que cubrirse por la noche y una capa para andar de día, ambas las venderíamos para emplear su producto en alquimia. Nada puede detenerles hasta que nada les queda. Dondequiera que vayan siempre los descubriréis por el olor a azufre, porque, en verdad, yeden como el macho cabrío, y es su olor tan penetrante y tan parecido al morueco que distinguiréis a este hombre aunque esté a una milla de distancia. Ved, pues, que si queréis podéis conocer a esta gente por el olor y por sus raídos trajes. Mas, si acaso preguntáis a uno de ellos el porqué de su desaliño, al punto os dirá al oído que si ellos fuesen espiados se les mataría a causa de su ciencia y de esta manera traicionan ellos la inocencia de la gente.
Mas dejemos esto para volver a mi cuento.
Antes de poner la vasija a la lumbre, mi amo, pues ahora que se ha ido hablaré, y sólo él, calienta cierta cantidad de metales, en lo cual es muy experto o, al menos , sé que tiene esa fama. Y, sin embargo, siempre está inquieto y apurado, porque por lo regular la vasija acaba por estallar y todo se pierde. Estos metales tienen tanta fuerza que a menudo taladran nuestras paredes a pesar de estar hechas de cal y canto. Algunas se hunden en el suelo, procedimiento por el que hemos perdido muchas libras, y aún otras veces salen disparadas al aire y se posan en el techo; por todo lo cual pienso que el demonio, aunque no aparezca a nuestra vista , está sin duda entre nosotros. En el infierno, donde él es dueño y señor, no puede haber mayores penas y más grande ira. Pues cuando nuestra marmita se rompe, como he dicho antes, entonces se incomoda todo el mundo y empiezan a reñir; uno dice que ha sido causa del fuego, y otro dirá que no, que ha sido por el atizado, lo que me llena de temor, pues este es mi trabajo en el laboratorio. “No”, dirá un tercero, “no sabéis lo que decís; el fuego no estaba bien regulado”. “Silencio y escuchadme”, el cuarto dice. “La razón está en que nuestro fuego no ha sido alimentado con madera de haya, he ahí la causa y así no medre si miento”. Y yo nada puedo decir a este asunto, mas sólo sé que todo acaba con un gran disgusto. “Ya no tiene remedio”, dice mi maestro. “Ahora nada puede hacerse, pero guardaré de prevenirme contra estos riesgos en el futuro; de cierto sé que la vasija que empleamos estaba rajada, pero sea lo que fuere no debes desanimarte. Ea, ponte a barrer el suelo y alegremos nuestros corazones”.
Luego que los cascajos se han barrido en un monton, se extiende un paño por el suelo, se recogen todos y se pasan por una criba, escogiéndolos muy repetidas veces. “Mirad”, dice uno, “aquí veo algo de nuestro metal, si bien es verdad que mucho se ha perdido, no obstante de ir mal las cosas, aún quizá, podrían de nuevo arreglarse. Debemos probar fortuna, pues así Dios nos salve, no puede un mercader vivir siempre en la prosperidad. Creedme, pues a veces se hunde su género y otras llega seguro a puerto”. “Silencio”, grita mi amo. “yo encontraré el modo de que este barco llegue con bien a casa, puesto que la próxima vez he de emplear un estilo que no fallará; y si falla, entonces, señores, os digo que me culpéis a mi, pues en algo me he equivocado, podéis creerme”. Y así otro dice que el fuego calentaba en exceso, pero ora por excesivo calor, ora por frío, lo cierto es que nunca sale bien. Siempre fallamos nuestro intento, y sin embargo siempre proseguimos delirando en nuestra locura. Cuando nos hallamos juntos, parecemos todos sabios como Salomón, pero según he oído no es oro todo lo que reluce y, así mismo, no toda manzana apetitosa a la vista llega a tener buen sabor. Esto es lo que la gente dice y éste es también nuestro caso, pues aquel que más sabio parece , es , cuando llega la prueba, el más necio y el más parecido a un ladrón. Por Jesucristo creo que me he explicado bien, y esto lo veréis antes de que acabe el cuento.
Hay entre nosotros un religioso canónigo que, de cierto, podría infectar una ciudad tan grande como Nínive, Roma, Alejandría, Troya y aún otras tres más. Ningún hombre, aunque viviera mil años podría relatar todos sus ardides y engaños, y ni en todo el vasto mundo hay nadie capaz de decir todas sus falsedades y perfidias; en menos de dos minutos embauca al primero que trate con él, a menos que éste sea otro demonio cual él mismo. De esta suerte ha engañado a muchísimos hombres, y seguirá haciéndolo mientras le quede aliento. Y aún a pesar de esto las gentes caminan largos trechos para buscarle y conocerle, porque en verdad ellos nada saben de su verdadero carácter, del cual, si queréis escuchar, os hablaré aquí, ahora mismo. Con ello no piensen los respetables religiosos canónigos que trato de injuriarles, porque mi cuento va a ser el de un canónigo, y, como sabéis, siempre hay alguno malo en todas las órdenes, mas impida Dios que pague una entera congregación la culpa de un solo individuo. No me mueve el deseo de desacreditaros; sólo me propongo censurar lo que es censurable. No dedico este cuento a ninguno de vosotros en particular, aunque sí puede aplicarse a muchos. Como bien sabéis, ante los doce apóstoles de Cristo sólo fue traidor el execrable Judas; así pues, ¿porqué han de ser culpables los restantes si son inocentes? Lo mismo ocurre con nosotros, descontando una cosa que os diré; si está en vuestro convento algún Judas seguid mi consejo; abandonadle a tiempo, antes que él os traiga la ruina y la perdición. Os ruego que no os enojéis y escuchéis lo que voy a deciros sobre este asunto.
Hubo una vez en Londres un capellán prendado que había vivido allí muchos años. Era tan amable y servicial que la mujer de donde se hospedaba no admitía ni un penique por la ropa, ni mesa, por lo cual él iba siempre muy bien vestido y tenía abundante dinero para gastar. Sin embargo, esto carece de importancia por lo cual seguiré con mi cuento del canónigo, el cual llevó a este sacerdote a la ruina.
Cierto día aquel malvado canónigo fue a visitar al sacerdote en la habitación donde se hospedaba y rogóle que le prestara cierta cantidad de oro, la cual le sería devuelta por entero.
-Préstame un marco de oro -le dijo- por tres días solamente, después de los cuales te los pagaré. De lo contrario puedes colgarme del cuello.
Al punto el sacerdote entregó el marco de oro al canónigo, y éste, después de darle les gracias repetidas veces, emprendió el camino de regreso. Mas al tercer día ya estaba de vuelta con el dinero y así devolvió todo su oro al sacerdote, y éste quedó tan contento que dijo: “En verdad que no siento reparo en prestar un noble, o dos, o tres, y aún todas mis pertenencias a un hombre tan leal que paga siempre en su día, pues a tal hombre yo jamás le podría negar nada”.
-¿Habéis dicho infiel? -dijo el canónigo-. Ciertamente que no sé qué es eso. Porque una palabra tengo y, a fe, que he de cumplirla hasta que baje a la sepultura. Creed esto de la misma manera que creéis en vuestro credo. Pero gracias a Dios, y yo creo que ésta es la ocasión de decirlo, ningún hombre ha empeorado de situación por dejarme oro o plata, porque jamás en mi corazón ha habido engaño. Pero ahora, señor -añadió-, ya que habéis sido tan generoso y me habéis mostrado tanta amabilidad, os revelaré una cosa secreta que conozco para de este modo agradeceros vuestras bondades, si queréis aprender, os haré una clara demostración de mi habilidad en alquimia. Prestad atención, pues veréis con vuestros propios ojos como yo hago un prodigio antes de partir.
-Si en verdad podéis hacer esto -dijo el sacerdote-, entonces os ruego, por Santa María que lo cumpláis.
-Cumpliré vuestro deseo -dijo el canónigo-. Dios prohiba lo contrario.
De esta suerte aquel ladrón canónigo tendía sus lazos. Gran verdad es que “servicio ofrecida apesta”. Esto dicen los sabios, y muy pronto podrá probarse en el caso de este canónigo, el cual es padre de todo fraude, cuya mayor alegría y satisfacción consiste en llevar a los cristianos a su perdición; tales eran los pensamientos de su corazón. Y líbrenos Dios de sus embaucamientos y engaños.
Aquel sacerdote nada sabía del hombre con quien trataba, ni podía, en verdad, sospechar todos los males que le aguardaban. ¡Oh, sencillo sacerdote, pobre inocente, cegado por su propia codicia! ¡Hombre infortunado! Tu mente se ha ofuscado de manera que no ves el fraude que este malvado de cierto prepara. ¡Oh, hombre infortunado que jamás lograrás escapar a sus artimañas! Y así, puesto que nada puedo remediar, sin demorarlo más os relataré su estupidez y su locura, así como la traición y perversidad de aquel malvado.
¿Creéis acaso que este canónigo era mi amo? Os juro, señor Hostelero, que no era él, sino otro canónigo que sabe de más astucias, el cual infinidad de veces ha traicionado a las gentes, y, en verdad, me repele hablar de su falsedad. Porque siempre que trato de su perversidad mis mejillas enrojecen de vergüenza por él, o, mejor diría, arden, pues, por lo que sé, mi cara no tiene color, porque los diversos vapores que desprenden los metales, de los cuales os he hablado, lo han destruido y gastado.
Ahora, coprobad vosotros mismos la villanía de aquel canónigo, el cual, dirigiéndose al sacerdote le dijo:
-Señor, mandad a vuestro criado que traiga algo de azogue, para que dispongamos en seguida de él; haced que nos traiga dos onzas o tres, y en cuanto regrese, veréis algo tan prodigioso como jamás habéis visto antes.
-Se hará como decís -repuso el sacerdote, y ordenó a su sirviente en busca de el metal.
Y éste, obedeciendo al punto, partió para volver con tres onzas de azogue, y no menos, que entregó al canónigo, el cual depositó en lugar a propósito, y, entonces, ordenó al mozo que trajera carbones para poder empezar al instante su tarea.
Al punto se trajeron dos crisoles; el canónigo sacó el crisol de su pecho, el cual mostró al sacerdote.
-Ves este aparato -dijo-. Tómalo en tus manos y tú mismo deposita en él una onza de este azogue. Esto te iniciará en este arte, el cual, en el nombre de Cristo, a muy pocos revelo. Y ahora verás un experimento por el cual yo transformaré o reduciré el azogue haciéndolo moldeable, lo que con tus mismos ojos verás, porque yo no te decepcionaré, hasta que se convierta en plata tan nueva y tan pura como la que llevas en tu bolsa o en otra parte. De lo contrario puedes llamarme falso e incapaz de mostrarme entre la gente honrada. Aquí mismo guardo un polvo, el cual me ha costado muy caro. Por él se verifica el prodigio, pues que él es causa de todo mi poder, el cual estoy pronto a revelaros. Mira que esté bien cerrada la puerta, pues no quiero que nadie nos espíe mientras nos entregamos a este arte secreto.
Todo se hizo como dijo el canónigo. El criado salió del departamento y el amo cerró la puerta, después de lo cual, sin demorarlo más, ambos emprendieron su tarea. El pérfido canónigo colocó la sustancia sobre el fuego, el cual yo soplé con diligencia, mientras el canónigo esparcía en el crisol unos polvos. Yo no puedo decir si era arcilla, vidrio o alguna otra cosa que no tiene el valor de un mosquito. Entonces, para deslumbrar al sacerdote, díjole que se apresurase a recoger los carbones y que los apilase encima del crisol. Como señal de amistad dijo el canónigo:
-Todo lo que tengamos que hacer se hará por tu propias manos.
-Muchas gracias -exclamó encantado el sacerdote mientras recogía los carbones tal como el canónigo dijera.
Y, al tiempo que él se afanaba en su trabajo, aquel miserable y endemoniado, aquel falso canónigo, tomó un carbón de haya, en el cual había hecho hábilmente un agujero, y colocó en su interior unas onzas de limaduras de plata, tapando luego el orificio con cera, de manera que las limaduras de plata quedaran dentro. De esta suerte, como podéis comprender, él iba preparando un fraude, aunque a primera vista no se viera, así como otras cosas más que os diré a su tiempo. Y así, antes de llegar el sacerdote, él lo tenía todo preparado, pues quería dejarle la bolsa limpia antes de partir. Siempre que hablo de él mi mente se aflige, porque en verdad yo pagaría para que abandonara sus engaños, si pudiera. Sin embargo, hoy está aquí, pero mañana no, de manera que jamás para en lugar alguno. Mas ahora, señores, por amor de Dios, atended.
Tomó el canónigo el carbón del cual os hablé arriba y lo ocultó en su mano mientras el sacerdote colocaba las ascuas de carbón como ya os dije.
-Amigo mío, lo has arreglado mal, el fuego no está como en debido, pero pronto lo dispondré. dejadme, por San Gil, que tome parte en esto; muy acalorado estáis, y lleno de sudor. Tomad este lienzo y secaros.
Y mientras el sacerdote se enjugaba el sudor, el canónigo, que el diablo le lleve, tomó una parte de el carbón y la colocó en el mismo centro del crisol. Entonces sopló con fuerza los carbones hasta que empezaron a arder.
-Descansemos ahora y bebamos -dijo el canónigo-. Confiad en mi. Todo estará listo en un momento. Sentémonos, pues, y refesquémonos.
Y así que hubo ardido todo el carbón de haya, las limaduras cayeron por el agujero del crisol, lo cual debía ocurrir forzosa mente por estar colocadas justo encima; mas el pobre sacerdote nada había advertido, pues creía que todos los carbones eran iguales. Y cuando vió que ya era tiempo, el alquimista dijo:
Tomad descanso, señor sacerdote, y acercaos; mas como de cierto sé que no poseéis ningún molde, salid fuera y me traéis un pedazo de cal y, con suerte, yo lo convertiré en molde. Traed también un puchero de agua y entonces veréis lo bien que sale nuestro negocio. Mas para que no exista engaño posible por mi parte, ni sospechéis nada, yo no me quedaré aquí solo, sino que iré con vos y con vos retornaré.
Para resumir diré que abrieron la puerta de la habitación y tomando la llave salieron para regresar al poco rato. Mas ¿para qué perder un día entero en relataros esto?
El canónigo, como ya dije, cogió el pedazo de cal y formó con él un molde de la manera que voy a describiros: de la manga extrajo una lámina de plata, que no pesaba más que una onza; y, ahora, prestad atención para que podáis ver su maldito engaño. Hizo, pues, el molde dándole el largo y el ancho de la lámina de plata, pero, tan disimuladamente que el capellán nada vió, y una vez más la ocultó en su manga. Luego retiró el material del fuego y con gozosa expresión lo vertió en el molde, y, cuando hubo concluido esto, lo echó todo en la vasija de agua al tiempo que decía al sacerdote:
-Aquí, ved, introducid vuestra mano, tantead bien. Yo creo que aquí hay plata. ¿Qué diablo podría ser sino plata?
El sacerdote metió la mano y al punto sacó una lámina de plata, y cuando vió lo que era, conmovido por el gozo exclamó:
-La bendición de Dios y de su Madre y de todos los Santos sea con vos, señor canónigo, y así caiga sobre mí la maldición si no soy todo vuestro y para siempre, con tal de que me iniciéis en este noble arte.
Y el canónigo dijo:
-Os haré ahora una segunda prueba; estad atentos para que podáis adiestraros, y otro día, si es necesario, podéis ensayaros en mi ausencia en la práctica de esta ciencia sutil. No discutas ahora -prosiguió- y toma otra onza de mercurio y haz con él lo mismo que con el otro que ahora es plata.
El sacerdote inició su tarea y puso de su parte todo para cumplir lo que aquel maldito canónigo le ordenara. Y así soplaba los carbones con gran violencia, esperando ver cumplido el anhelo de su corazón. Entretanto aquel pérfido canónigo iba preparando su segundo engaño. Llevaba en su mano, como para sostén, un bastón hueco, y os ruego que prestéis mucha atención, en el extremo del cual, como hiciera con el pedazo de carbón, colocó una onza de limaduras de plata tapándolas bien con cera. Mientras el sacerdote se hallaba absorto en su tarea el canónigo púsose a hablar con él y, tomando el palo, echo, como hiciera antes, polvos en el crisol y, así, digo que los diablos despellejen a este canónigo por sus engaños, y Dios no lo impida, porque todo pensamiento u obra suya era engaño. Con su maldito palo removió los carbones de encima del crisol hasta que la cera comenzó a derretirse al fuego, como todo el mundo sabe que tiene que ocurrir, de no ser un necio, hasta que su contenido se deslizó fuera, cayendo precipitadamente en el crisol. En verdad, señores, que no pudo salirle mejor. El inocente sacerdote, engañado de nuevo, nada sospechó, y era tal su gozo y alegría, que aunque yo quisiera jamás podría relataros. Y entonces, ofrecióse en cuerpo y alma al canónigo para lo que él dispusiera.
-Soy pobre - dijo el canónigo-. Sin embargo os puedo enseñar algo que sé. Decidme, ¿tenéis por aquí algo de cobre?
-Paréceme señor que sí -dijo el sacerdote.
-Si no , partid en seguida y compradlo -repuso el canónigo-. Adelante, señor, daos prisa.
Partió aquel y regresó con el cobre. El canónigo lo tomó y de él pesó una onza solamente.
Mi lengua es inadecuado instrumento para referir todo mi pensamiento sobre la falsedad de este canónigo, el cual es padre de todo mal. Y así, a aquellos que no le conocían mostrábase él como amigo, mas tanto en su corazón como en su mente llevaba el diablo. Me abruma referir toda su falsedad. Sin embargo debo hacerlo para que sirva de referencia a otros, y no por otra razón.
Y así puso él la onza de cobre en el crisol y lo colocó de inmediato sobre el fuego; hizo entonces que el sacerdote soplara encorvándose en su trabajo cual antes hizo, y vertió en él los polvos. Todo era pura necedad, y sin embargo, con ello embaucaba al sacerdote. Vertió entonces el cobre fundido en el molde y, finalmente, lo echó en la vasija de agua. Luego introdujo su mano en ella. Guardaba, como habéis oído una lámina de plata en su manga, la cual sacudió él haciendo que cayera al fondo de la vasija, sin que el sacerdote advirtiera para nada sus manejos. El canónigo siguió tanteando dentro del agua, y con maravillosa habilidad, separó la plata del cobre, sin que el capellán percibiera nada, y ocultó esta. Y entonces asió al sacerdote y le dijo:
-Inclinaos ahora y ayudadme como yo he ayudado hace un momento. Introducid vuestra mano y ved lo que hay aquí.
El capellán sacó inmediatamente la lámina de plata y, entonces, el canónigo dijo:
-Vallamos ahora al lugar donde alguien capacitado pueda decirnos si estas láminas tiene algún valor, porque, por mi alma, juraría que esto es plata pura. Mas pronto lo sabremos.
Llevaron aquellas tres láminas al platero y las sometieron a prueba de fuego y martillo, y nadie pudo negar que era verdadera plata.
¿Quién más feliz que aquel párroco? No hay pájaro al amanecer, ni ruiseñor de verano más deseoso de cantar, ni dama tan dispuesta para danzar o, en el caso de señores o señoras, ningún caballero tan deseoso de ganar los favores de su dama como aquel sacerdote lo estaba en aprender este miserable arte. Esto fue lo que dijo al canónigo:
-Si tal favor merezco, dime por el amor del que murió por nosotros cuanto vale esta fórmula y no os retraséis , señor, en decírmelo.
-Por nuestra señora -dijo el canónigo-, te advierto que es muy cara, porque aparte de un fraile, que soy yo, ningún otro hombre de Inglaterra la conoce.
-Nada importa, señor -exclamó el otro-. Decidme por amor de Dios lo que vale; os lo suplico.
-En verdad -repuso el otro- te digo que es muy cara. En una palabra, señor, si deseas poseerla, tendrás que pagar cuarenta libras, y así Dios me ayude que, de no ser por la reciente amistad que me has demostrado, te costaría más caro.
A esto, el sacerdote buscó la cantidad de cuarenta libras en nobles y con ella pagó al canónigo por la fórmula. Mas todo aquel negocio no era más que un fraude y engaño.
-Señor sacerdote -dijo él-, no busco recompensa por mi habilidad, pero desearía mantener esto oculto; si en verdad me apreciáis, guardadla en secreto. Pues de saber la gente mi poder, sentiría tanta envidia por mi ciencia que Dios sabe me costaría la vida. No hay otra alternativa en esto
-Dios lo impida -exclamó el sacerdote-. No os expreséis así, porque antes de veros en algún apuro, yo me volvería loco y vendería todos mis bienes.
-Gracias, señor, por tus buenos deseos -replicó el canónigo-, y adiós y muchas gracias.
Con lo cual partió, y el sacerdote jamás pudo verle otra vez desde aquel día. Y cuando al sacerdote le pareció, se dispuso a probar aquella fórmula, pero tal no valió; ved, pues, de qué manera fue burlado y ved de qué arte se valía el canónigo para llevar a las gentes a la ruina.
Mirad, señores, como los hombre, cualquiera que sea su rango, buscan sin parar el oro, hasta que  en verdad ya casi no queda; a tantos atrae la alquimia que creo no equivocare al pensar que esto es la causa de que éste sea tan escaso. Los que practican el arte de la transmutación usan de extraños términos que apenas nadie logra entender. Dejemos, pues, que ellos parloteen como grullas y se afanen con entusiasmo en pulir sus palabras, porque jamás alcanzarán su propósito. Fácil es en verdad para el hombre que éste aprenda a transmutar sus bienes, si los tiene, a cambio de nada. Y así, este engañoso juego ofrece tan atrayente y rica recompensa que convertirá la felicidad del hombre en cruel desespero, vaciará la más repleta bolsa y atraerá las maldiciones de los que le han cedido todos sus bienes; por todo lo cual, los que practican este arte harán bien en avergonzarse y apartar sus quemados dedos del fuego. Si te dedicas a la alquimia, sigue mi consejo y abandónala antes de que pierdas tus bienes; es mejor tarde que nunca.
Aunque os entreguéis a este arte para siempre, jamás lograréis hallar la Piedra Filosofal. Tan atrevidos sois como el ciego Bayardo, el viejo caballo que corre sin tino y no ve el peligro; tan osado es que lo mismo tropieza con una piedra, como anda por la orilla del camino. Lo mismo hacen los alquimistas, mas yo os digo que procuréis ver el camino recto, evitando que se ofusque vuestra mente. Porque aunque mantengáis los ojos bien abiertos y os paséis noches enteras sin dormir, nada conseguiréis de esta carrera mas que consumir lo que mendiguéis o pidáis prestado. Retirad el fuego, no sea que su llama os queme; con esto quiero decir que os apartéis del todo de este arte, porque si no lo hacéis os quedaréis sin nada. Ahora os diré lo que dicen sobre este negocio los verdaderos alquimistas.
Arnaldo en su “Rosario de los Filósofos” dice estas palabras: La mortificación o reducción del mercurio no puede realizarse sin la ayuda de su hermano. Pero el primero que habló de la alquimia fue Hermes Trimegisto, el cual fue padre de esta ciencia y dice: El dragón no morirá al menos que su hermano muera con él. Con el dragón quería decir el mercurio, y por su hermano el azogue. Este último viene del sol, que es el oro, y el primero de la luna, que es la plata. Por lo cual él dice, y recordad bien esta sentencia: No dejéis que ningún hombre se interne en este arte a menos que comprenda sus motivos y términos; de lo contrario será un loco. Porque esta ciencia y arte es de los misterios, ciertamente, el más misterioso.
Y así también el discípulo de Platón, inquirió una vez a su maestro y le dijo: ¿Cuál es, decidme, el nombre de la Piedra Filosofal?. Es una piedra humana llamada Titán. ¿Qué es esto?, dijo el otro. Lo mismo que la Magnesia, repuso Platón. Realmente, señor, esta es ignotum per ignotius. Os ruego, querido señor, me digáis qué es la Magnesia. Digamos que es un líquido formado por los cuatro elementos, dijo Platón. Querido maestro, decidme si os place cual es el principio esencial de este líquido. No puedo decirlo, dijo Platón, porque en verdad que todos los alquimistas juraron no descubrir esto jamás a hombre alguno, ni tan siquiera escribirlo en un libro. Porque ello es tan precioso a los ojos de Cristo que Él no desea que sea revelado excepto cuando a su Divinidad le place inspirar a un hombre; mas Él lo prohibe a todos los demás, porque ésta es su voluntad. He ahí todo.
Con esto yo termino; y, puesto que el Dios del cielo no desea que los alquimistas den explicación de cómo se descubre esta piedra, a mi juicio lo mejor será olvidarla. Porque el que se hiciere adversario de Dios practicando este arte contra su voluntad, éste no prosperará jamás, y con mayor motivo si se dedica a él hasta el fin de sus días. Y aquí me callo, mi cuento ha finalizado y Dios guarde a todos los hombres y los alivie en sus sufrimientos.

 

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